Ando algo confuso sobre si es buena, mala o mediopensionistas la sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea que viene a garantizar – dicen los titulares de prensa – el “derecho del olvido”. Lo que sea exactamente ese derecho es algo que los expertos juristas que han analizado la sentencia no se atreven a definir o, por lo menos, no coinciden en la definición. A bote pronto se presenta como el derecho de cualquier cristiano a que desaparezcan de Internet sus pecados de antaño, fueran justificados o no.
La sentencia, fruto de un largo peregrinaje judicial de un abogado gallego, es un varapalo para los buscadores y especialmente para el más grande y poderoso de todos, Google, que asegura estar “decepcionado” con el fallo. Tranquilos que ya se le pasará, aunque al otro lado del charco, allá por Estados Unidos en donde Google tiene su casa madre, el fallo judicial no ha gustado. Por allí son menos exquisitos con la privacidad y este tipo de tisiquis misquis europeos no les entra en la cabeza.
Aunque no crean, que a este lado del Atlántico no faltan tampoco expertos para los que la sentencia es una soberana bobada. Es cierto que a raíz de esta decisión, un particular descontento con lo que de él se cuenta en la Red podrá dirigirse al buscador de turno, Google por ejemplo, y pedirle que elimine todos los vínculos que enlacen con su persona. Google amablemente estudiará la petición y le tendrá que responder en un plazo máximo de 10 días. Si el peticionario no recibe una respuesta satisfactoria puede recurrir a la Agencia de Protección de Datos para que en su nombre le consiga el “olvido perpetuo” en las redes. De no hacerlo la sanción que le podría caer puede alcanzar los 600.000 euros, una cantidad que como cualquiera puede deducir haría que se tambalearan los cimientos del consejo de administración de Google.
Claro que las pegas vienen apenas que uno cae en la cuenta de que, aún borrando el buscador nuestros enlaces comprometedores, las cosas feas que uno hiciera en el pasado o en las que se viera envuelto seguirán ahí, exactamente en las páginas web que las publicaron en su momento y con las que el buscador enlazaba. Alguien con tiempo y alguna pista podría encontrarnos sin grandes dificultades y volver a sacar a relucir nuestras vergüenzas. Y es que borrar de un plumazo esas citas se me antoja aún mucho más difícil por no decir imposible que conseguir que Google o Yahoo accedan a olvidarse de nosotros. A lo que cabe añadir que ese derecho al olvido que se proclama en esta sentencia puede chocar con otro derecho no menos fundamental, el derecho a la información.
¿Se imaginan a un narcotraficante reclamando y consiguiendo su derecho al olvido en la Red para poderse presentar limpio como una patena a unas elecciones? Por otro lado, cabe preguntarse si el mismo derecho al olvido no cabe ejercerlo también sobre, por ejemplo, los periódicos que han publicado informaciones que nos afectan negativamente y que han quedado negro sobre blanco para la posteridad. Y es sólo uno de los muchos ejemplos que podríamos poner aquí. Está claro que esta sentencia, para unos insuficiente y para otros un hito judicial, antepone el derecho a la privacidad al de la información y no tengo nada claro que eso sea bueno siempre y en todos los casos.
Mientras lo pienso me quedo con la opinión de algunos expertos que me parece de lo más sensata. Desde su punto de vista haríamos bien en ir implantando en los colegios una asignatura de educación digital para que los chavales aprendan a gestionar su propia privacidad y sepan que no se puede ir por la vida dándole cuartos al pregonero y aireando las respectivas miserias y virtudes ante los ojos morbosos de medio mundo. Por ese camino muchos van a terminar a las puertas de Google gritando aquello que decía Les Luthiers: ¡suéltame, pasado!
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