Que más de la mitad de los españoles en edad de votar no sepa cuándo se celebrarán las próximas elecciones al Parlamento Europeo es un dato más que elocuente del interés que despiertan estos comicios en la calle. Es uno de los muchos datos que arroja el Barómetro del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) hecho público hoy que ponen de manifiesto que para millones de españoles escuchar hablar de “asuntos europeos” y salir corriendo es todo uno. Ahí va otro: entre los que ya tienen claro que no irán a votar cuando demonios quiera que sean las elecciones, más los que se lo están pensando sumados a los que no contestan, nos encontramos con que la abstención se puede encaramar también a la mitad del electorado, cuatro puntos más que en las elecciones de 2009.

En otras palabras: que aumente la abstención no beneficia a los partidos pequeños que tienen que luchar con uñas y dientes para abrirse un hueco en el debate público que monopoliza el bipartidismo de los dos grandes. Es un dato muy importante a tener en cuenta a la hora de decidir lo que hacer o a quién votar el día de las elecciones.
En lugar de cruzarse chascarrillos electorales como vienen haciendo desde hace semanas para pescar abstencionistas recalcitrantes o en potencia, lo que deberían hacer el PP y PSOE es público reconocimiento de sus pecados y sincero propósito de la enmienda. Pero no se ve que eso vaya a ocurrir hasta el punto que de momento siguen sin ponerse de acuerdo para que sus candidatos estrella – Valenciano y Cañete – se enfrenten cara a cara en un debate televisado. Se conforman con protagonizar una campaña en clave doméstica sabedores – y no les falta razón – de que los que vayan a votar usarán las mismas claves para inclinarse por uno, por otro o por ninguno.
Sin embargo, es cuando menos frustrante no escuchar de estos candidatos una sola idea sobre esta Unión Europea y su destino en lo universal, una estructura construida desde el tejado hacia abajo y a la que aún no terminamos de ponerle los cimientos de los ciudadanos. Siendo benevolentes, cabe decir que la voz y las opiniones de esa ciudadanía a la que se convoca ahora siguen teniendo un peso demasiado exiguo para la superestructura comunitaria que a menudo la ignora o la menosprecia. Un repaso a las medidas que han ido adoptando organismos comunitarios como la Comisión o el Consejo Europeo a lo largo de esta crisis nos podría dar la medida exacta de lo que importa en Bruselas lo que piensan los ciudadanos, mientras el Parlamento Europeo asiste impotente a lo que se cuece en otras cocinas distintas a la suya, supuestamente la depositaria de la soberanía de esa ficticia ciudadanía europea. Atenazado además por las presiones de los poderosos grupos de intereses económicos que pululan por sus pasillos, la Eurocámara parece querer compensar su desairado papel en los grandes asuntos de la Unión entregándose a una verborrea normativa sobre lo humano y lo divino con la que no son pocas las ocasiones en las que genera más irritación que reconocimiento.

A partir de ahí encontramos una constelación de fuerzas políticas y el preocupante ascenso de arrogantes partidos populistas, xenófobos y filonazis en Francia, Reino Unido, Italia, Hungría, Dinamarca, Suecia, Grecia u Holanda. Son fuerzas que se mueven entre el euroescepticismo y la eurofobia y que han sabido conectar con la masa de ciudadanos hastiados de la música monocorde y cancina que emiten desde el comienzo de la crisis Bruselas y sus instituciones. Por suerte, el mensaje antieuropeo de esas fuerzas no ha calado en España aunque no es del todo improbable que lo haga de continuar los principales partidos de este país sin ofrecer a los ciudadano propuestas movilizadoras en lugar de otra interminable ración de “y tú más”. Así las cosas y en resumen, a quién le puede extrañar a estas alturas que en torno a 18 millones de españoles, la mitad de los que tienen derecho a votar, ni siquiera se hayan interesado en saber cuándo son las elecciones. Está claro que la actual Unión Europea no nos pone, o mejor dicho, cada vez nos pone menos.
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