Dentro de unas 48 horas millones de personas en todo el planeta se sentarán frente a sus televisores para ver el partido inicial del Mundial de Fútbol 2014 de Brasil entre la “canarinha” y Croacia. Sin embargo, tanto mañana como durante el resto del torneo, la atención no sólo va a estar centrada en lo que ocurra en los 12 estadios de fútbol repartidos por otras tantas ciudades brasileñas sino también en las calles de esas ciudades. El Mundial de Fútbol, que deja a su paso un imponente reguero de millones en forma de infraestructuras deportivas, derechos de televisión, publicidad o primas a jugadores estrella, ha sido sin embargo recibido de uñas por una buena parte de la población brasileña. Las encuestas aseguran que poco más de un tercio de los ciudadanos de ese gigantesco país creen que la celebración del torneo de los torneos futbolísticos será positiva para Brasil, por mucho que la presidenta Rousseff se empeñe en intentar convencer de lo contrario.
Este inesperado desafecto por el fútbol en el país más futbolero del mundo tiene sin embargo su reflejo más palpable en las calles de ciudades como Sao Paulo, la mayor urbe brasileña, en donde desde hace un año se suceden las huelgas y las manifestaciones de protesta contra los desorbitados gastos económicos que le supondrán el evento a un país en el que la desigualdad en el reparto de la riqueza sigue siendo la nota social más característica de la realidad diaria y en el que la sanidad, la educación, los transportes públicos y la seguridad ciudadana siguen dejando mucho que desear para millones de brasileños. Nada que ver esa realidad con las postales de Copacabana y las puestas de sol a ritmo de bossa nova.
Estas protestas, reprimidas con dureza por la policía hasta el punto de que Amnistía Internacional ha tenido que terciar y pedir al gobierno brasileño que evite la tentación de aplicar a los manifestantes la ley antiterrorista, dejan al descubierto la verdadera realidad social de un país aclamado en los foros económicos internacionales y en los grandes medios de comunicación de todo el mundo como una de las revelaciones de la economía emergente junto a Rusia, India o China. Es cierto que el Brasil de Lula da Silva y de su sucesora Rousseff, que se juega en este Mundial su reelección el próximo octubre, ha progresado socialmente en los últimos años y millones de brasileños han conseguido salir de la pobreza. Pero no ha sido suficiente y las carencias de todo tipo siguen a la orden del día como reflejan varios datos estadísticos que casi hablan por sí solos y que desmienten el “milagro brasileño”.
Brasil, considerada la séptima potencia económica mundial, ocupa sin embargo el puesto número ochenta y cinco en el índice de desarrollo humano, tiene 13 millones de analfabetos y cada año registra 50.000 asesinatos para 54 millones de habitantes. A pesar de los incrementos salariales de los últimos años, sólo en Río de Janeiro, que en 2016 acogerá las Olimpiadas, hay más de mil favelas en donde campa a sus anchas el tráfico de drogas y la consecuente inseguridad. Una idea cabal de la desigualdad de rentas entre los brasileños la refleja el dato de que el 10% más rico del país se queda con casi el 42% de la riqueza nacional mientras el 40% más pobre apenas accede al 13%.
Con estas cifras a la vista y teniendo en cuenta que el gobierno gastará unos 11.000 millones dólares en infraestructuras deportivas, algunas de las cuales ni siquiera se han terminado para el inicio del campeonato, no es difícil comprender la razón del rechazo masivo de los brasileños a un evento que de deportivo tiene lo justo y que le supondrá nuevos pingües beneficios a la corrupta FIFA. Todo ello mientras la sanidad, la educación, los transportes o la seguridad sufren todo tipo de penurias por falta de recursos públicos. Puede que la “canarinha” gane el Mundial de Fútbol pero el de las calles brasileñas y el de la imagen de un país en ascenso económico imparable ya lo ha perdido Brasil por goleada.
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