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¿Y esas prisas, Pedro?

A la hora a la que escribo esto sigo sin tener muy claro si Pedro Sánchez ha presentado una moción de censura contra Rajoy para ganarla, para perderla, para que se retrate Ciudadanos o para que Pablo Iglesias deje de dar la vara pidiéndole que la presente. En realidad, no salgo de mi asombro: cuando el país aún andaba desayunándose con la sentencia de la Gürtel, Pedro Sánchez ha acudido raudo y veloz y ha registrado en el Congreso una moción de censura que ni siquiera ha discutido con los miembros de su Ejecutiva. Al parecer, llamó por teléfono a unos cuantos barones territoriales y estos le animaron a continuar adelante con los faroles. Dicho sea entre paréntesis, si yo formara parte de esa Ejecutiva a esta hora habría renunciado a esa responsabilidad por ninguneo y puenteo del secretario general. Pero más allá de eso, mi estupefacción es absoluta ante un paso que puede terminar convirtiéndose en un boomerang contra Sánchez y contra el PSOE. Se me escapa lo que el líder socialista quiere demostrar con esta precipitada decisión pero tengo pocas dudas de que se trata de un error mayúsculo. 

Dudo entre atribuírsela a su inconsistencia política, a su desesperada necesidad de ganar crédito ante los ciudadanos y subir en las encuestas o a ambas cosas al mismo tiempo. Hasta el más lerdo  comprendería que una decisión de ese calado debe estar fundamentada en al menos alguna mínima posibilidad de éxito. Eso, a fecha de hoy, no es posible porque hacen falta los votos de dos partidos incompatibles entre sí - Podemos y Ciudadanos - como quedó de manifiesto tras las elecciones de 2015 y 2016. Si lo que Sánchez quería era que Ciudadanos se retratara, ya conoce la foto porque Albert Rivera, en su línea habitual, le acaba de ofrecer una salida más que honrosa a Rajoy: anticipar las elecciones. Si lo que busca es que el PP se divida va dado y, en cuanto al apoyo de Podemos, tengo la sensación de que Sánchez padece síndrome de Estocolmo si sigue confiando en Iglesias como compañero de viaje. Apoyarse en el voto de los independentistas tal y como está la situación en Cataluña es cuando menos una frivolidad de mal gusto, y anunciar elecciones que no precisa cuándo serían, es otro dislate sin parangón. 


No quiero decir con todo esto que la sentencia del a Gürtel no sea argumento más que suficiente para desalojar a Rajoy y al corrupto PP del poder por una muy larga temporada. Eso es lo que pide el cuerpo de quienes seguimos pensando que se puede hacer política desde la derecha, el centro o la izquierda con honradez y decencia, algo que el PP acredita no poseer. Pero lo que debe guiar la acción de un líder político no es lo que le piden el cuerpo, las tripas o el corazón sino lo que le dictan la cabeza y la razón. Estas dicen que decisiones como la que de manera tan precipitada ha tomado hoy Pedro Sánchez requieren reposo y reflexión, cabeza fría y, sobre todo, algo que ofrecer a los ciudadanos. ¿Aparte de prometer honradez y limpieza, que se le suponen, qué más ofrece Pedro Sánchez a los españoles? ¿Con quién quiere gobernar y para qué? ¿Cuáles serán sus apoyos y a cambio de qué? 

Como el propio Sánchez ha demostrado esta mañana, en presentar una moción de censura se tarda apenas un minuto. La dificultad es ganarla y asumir la responsabilidad de gobernar, salvo que el único objetivo sea provocar la enésima bronca parlamentaria sobre la corrupción que una vez más no llevaría a ninguna parte. Si ese es el objetivo en poco se diferenciaría Sánchez de quienes han hecho de la soberanía popular su caja mediática de resonancia. Del líder del principal partido de la oposición cabría esperar más sentido de estado, más racionalidad política y menos reacciones precipitadas y en caliente. Y que recuerde que las metas en política no se alcanzan corriendo más que nadie sino siendo más inteligente, constante y convincente que tus rivales. 

Sin salida para Cataluña

Que levanten la mano quienes respiraron aliviados porque con la designación a dedo de Quim Torra como presidente catalán nos íbamos a librar una temporada del monotema; que se manifiesten quienes pensaron que Torra traería por fin un poco de normalidad política, recuperaría las instituciones catalanas de autogobierno y conseguiría que acabara la aplicación del 155. Supongo que solo los ingenuos y los bienpensados supusieron una cosa así. Los tuits y otras excrecencias literarias del ungido presidente por Puigdemont alertaron desde primera hora de que el personaje no venía precisamente a normalizar nada sino a mantener la anormalidad y a exacerbarla cuanto más mejor. 

En realidad no hace sino lo que le ordenó el Ausente, mantener el pulso con el Estado así perezca el mundo mientras los problemas de los catalanes siguen esperando que alguien tenga un día el detalle de acordarse de ellos. Y eso es lo que está haciendo el racista Torra a pedir de boca: primero fue su singular toma de posesión ignorando la Constitución y, a renglón seguido, nombrando consejeros de su gobierno a dos presos y a dos fugados. Rajoy, que en todo este interminable asunto ha actuado siempre a la defensiva y a rebufo de los independentistas, se ha visto obligado a frenar la publicación oficial de los nombramientos y mantener la aplicación del 155. La decisión es cuando menos discutible jurídicamente toda vez que los consejeros nombrados por Torra mantienen intactos sus derechos políticos. Cosa distinta es que se pueda dirigir una consejería de lo que sea desde Estremera o desde Bruselas. No sabemos cuál será ahora el siguiente movimiento de los independentistas pero pueden apostar lo que quieran a que tampoco será normal desde el punto de vista constitucional. 

Foto: elEconomista.es
Lo que como ciudadano de este país me pregunto desde hace meses es adónde nos lleva todo esto. Supongo que no soy el único que se hace esa pregunta y que millones más de españoles querrían saber también cuál es la salida a esta situación. El drama es que quien se supone que debería tener alguna estrategia u hoja de ruta no parece tener nada por el estilo. El Gobierno de Rajoy es un zombie político con respiración asistida: toda su estrategia pasa por sacar adelante los presupuestos y garantizarse la continuidad en el poder dos años más. Con respecto a Cataluña la única estrategia es continuar recurriendo a los jueces cada vez que los independentistas hacen de las suyas. No creo que fuera a eso a lo que se refirió Ortega y Gasset cuando dijo que la única solución al problema catalán era la "conllevanza". La "conllevanza" sería convivir y entenderse en un marco de normas aceptadas por todos a pesar de las diferencias, pero no mantener un pulso permanente en torno a la legalidad democrática como pretende una de las partes. 

A la vulneración de la legalidad es evidente que se debe responder con la ley pero no solo con la ley. Sobre todo si tenemos en cuenta que la respuesta legal puede ser enmendada en Europa como ha ocurrido ya dos veces en Alemania y en Bélgica y puede ocurrir próximamente en Gran Bretaña. Sin iniciativa ni respuesta política en el interior y sin relato que contrarreste al de los independentistas en el exterior, en donde se pasean sin complejos por media Europa, el Gobierno de Rajoy se limita a hacer lo único que cree que sabe: acudir a los jueces y esperar a que el soufflé independentista se desinfle solo. La pregunta que inquieta y para la que no hay respuesta ni se le espera es cuánto tiempo tendrá que pasar para que Rajoy comprenda que solo con lo primero no basta y que lo segundo no va a ocurrir en ningún caso.        

Zaplana, enésimo caso aislado de corrupción

Con lo engrasada que debe estar ante este tipo de casos, me apuesto algo a que la maquinaria del PP ya tiene listo el argumentario que sus líderes y cargos públicos deben utilizar cuando le pregunten por la detención hoy de Eduardo Zaplana. Basta repasar cuáles han sido las explicaciones ante otros casos similares para imaginar que en este no será muy diferente. La recomendación podría empezar con una apelación a la tranquilidad para no decir incoveniencias políticas de las que después cueste arrepentirse. A partir de ahí lo único que hay que hacer es repetir sin descanso que el de Zaplana es solo un caso aislado de corrupción en las filas del PP. Hay que negar la mayor y bajo ninguna circunstancia admitir que el partido está podrido hasta las raíces, por lo que sería más saludable políticamente hablando disolverlo y refundarlo con  otros dirigentes que se tomen en serio la lucha contra el trinque organizado. Hay que subrayar siempre que el PP es un partido serio y honrado, con una trayectoria ejemplar de servicios a la democracia que no puede empañar algún desafortunado episodio esporádico de corrupción. 

No hay que hacer distingos sino tratar a todos los casos aislados por el mismo rasero: da igual que los protagonistas se apelliden Zaplana, Camps, Costa, Bárcenas, Cifuentes, González, Granados, Cotino, Mato, Rato, Gallardón o Aguirre. Como algunos de ellos han caído en desgracia y otros han sido suspendidos de militancia o expulsados, a todos ellos hay que referirse siempre como "el señor" o "la señora de la que usted me habla" ya no es cargo público o ya no forma parte del PP, lo que corresponda. Conviene también insistir hasta el aburrimiento en que el PP es el partido que más medidas ha impulsado para luchar contra la corrupción y que los demás partidos no pueden decir lo mismo. Si se tercia es muy importante desviar la atención hacia los casos de corrupción en otros partidos - el de los ERE de Andalucía es todo un clásico - para conseguir aliviar la presión. Disolver y esparcir la porquería en todas las direcciones como hace el calamar con su tinta es una vieja táctica que siempre ha dado buenos resultados: impide ver el detalle y abona la idea de que si todos en conjunto son igualmente responsables nadie lo es de manera individual. 

Foto: El Confidencial
La idea principal de la autodefensa es desvincular la corrupción de la militancia política: si Zaplana y los otros cometieron delito lo hicieron a título particular y no porque militaran en el PP o representarán a este partido en las instituciones. En consecuencia, el partido lo único que puede hacer es respetar la presunción de inocencia y confiar en la justicia. Esto es aplicable a cualquier cargo público incluso en pleno ejercicio de sus funciones como el secretario de Estado de Hacienda, José Enrique Fernández de Moya, al que también acaban de imputar por prevaricación y malversación: que sea nada menos que el número dos de Montoro no cambia las cosas ni tiene porque suponer la petición de que dimita. "Sé fuerte, José Enrique", sería en todo caso el mensaje que correspondería en este caso. 

Así pues, que nadie ose subir el tono y salir en los medios diciendo que ya no soporta el hedor y que abandona. No hay que perder de vista que lo de Zaplana, por muy expresidente autonómico, exministro y exportavoz popular que fuera, dejará de ser noticia en unos días y todo volverá a la normalidad como ha ocurrido con todos los casos anteriores. Y por el coste electoral tampoco hay que preocuparse demasiado: si Ciudadanos le da al PP un repaso por la derecha no será tanto por la corrupción como porque a Rajoy se le está atragantando Cataluña mucho más de lo previsto. Por peores casos aislados de corrupción ha pasado y ahí lo tienen, gobernando más por incomparecencia de la oposición que por méritos propios, pero gobernando que es lo que importa.  

El reto de Patricia

¿A qué espera la diputada regional socialista Patricia Hernández para acudir al juzgado de guardia y denunciar al consejero autonómico de Sanidad, José Manuel Baltar? ¿A qué espera Baltar para hacer lo propio si Hernández insiste en sus acusaciones contra él? La diputada ha asegurado en varias ocasiones en el Parlamento y fuera de él, tener en su poder documentación que acredita que Baltar está beneficiando deliberadamente a la empresa sanitaria privada para la que trabajaba antes de ser nombrado máximo responsable de la sanidad pública del Archipiélago. Sus graves acusaciones contra el consejero las ha difundido además a través de un vídeo que ha hecho circular en las redes sociales. En ellas señala que datos procedentes de "fuentes de la Consejería", revelan que la citada empresa ha recibido un porcentaje de pacientes derivados de la sanidad pública notablemente superior que el resto de los hospitales privados.

Más allá de que el consejero los rebata, lo cierto es que esos datos a los que alude Hernández no demuestran necesariamente que la mano de Baltar esté detrás de ellos. Lo más que podría decirse es que son sospechosos o  llamativos, pero sobre las sospechas solamente  no se puede sostener una acusación tan grave como la que hace la diputada socialista. Sin encomendarse más que a la fe del carbonero, otras fuerzas políticas y determinadas organizaciones le han comprado la especie a Hernández y han dado por hecho probado que el consejero favorece con dinero público a la empresa para la que trabajaba. ¿Tiene de verdad Hernández los documentos que prueban sus acusaciones o todo es solo una estrategia orientada a conseguir titulares escandalosos en los medios de comunicación? ¿Tiene algo que ver en ese caso la necesidad de no perder proyección política ante la batalla en el PSOE por la designación en primarias del próximo candidato o candidata a la presidencia de la comunidad autónoma en 2019? 


A medida que pasa el tiempo y la documentación que Hernández dice tener en su poder no se deposita en manos de un juez, es inevitable sospechar que lo suyo es puro teatro. Ahora bien, ante ese supuesto se impone otra reflexión: ¿vale todo, incluso lanzar graves acusaciones contra los rivales, en el juego de la política o en el control de la gestión del Gobierno? Estoy convencido de que no todo vale ni todo está permitido en el ya suficientemente enfangado terreno de la riña entre políticos. Existen lo que ellos mismos denominan líneas rojas que debería estar vedado traspasar salvo que se puedan defender ante un juez afirmaciones como las de Hernández. 

A contrario sensu, el aludido, el consejero de Sanidad, debería acudir de inmediato a un juzgado y querellarse contra quien le acusa de malversación de dinero público en beneficio de una empresa privada. Es intolerable que los ciudadanos que pagamos y merecemos la mejor sanidad pública posible asistamos a este espectáculo lamentable sin saber de qué parte está la verdad en estas acusaciones. Convertir un servicio público fundamental como la sanidad en una riña mediática trufada de graves acusaciones que no se concretan en acciones judiciales, hacen un muy flaco favor al servicio, a los ciudadanos y a la política. Quien tenga pruebas que las presenten en donde corresponde y, si no lo hace, quien se sienta concernido que exija la justa reparación en el mismo lugar. Es lo que se hace en un estado derecho como el propio Baltar ha admitido en el Parlamento, aunque eso parecen ignorarlo tanto él como Hernández. Todo lo demás es sólo politiqueo de la peor especie. 

La Manada: de despropósito en despropósito

Escribí hace unos días en las redes que este país no conoce término medio, que va de un extremo a otro como un péndulo y que en él, quien más y quien menos, aprovecha cualquier ocasión propicia para agitar las aguas y pescar en río revuelto. Desde la publicación de la sentencia sobre La Manada hemos ido de despropósito en despropósito, en una deriva al parecer interminable y peligrosa. Reina el griterío y la confusión, los juicios paralelos y apresurados y las peticiones de linchamiento de los responsables del fallo y de todo el sistema judicial por extensión. De la sentencia en sí no tengo nada que añadir a lo que expresé en su momento: ateniéndome a los hechos probados no tengo la menor duda de que se trató de una violación y me sigue pareciendo incomprensible que los miembros del  tribunal no lo consideraran así. 

Dije también y lo mantengo que la de la Audiencia de Navarra no es la última palabra en este caso ya que quedan aún los recursos al Tribunal Superior de Navarra y al Tribunal Supremo, e incluso al Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Del mismo modo señalé que conviene revisar el Código Penal para dejar bien sentado qué es violación y qué es abuso y evitar fallos como el de La Manada. Lo que me preocupa es que el despropósito de la sentencia se pretenda corregir o paliar con nuevos despropósitos. En ese sentido, la flagrante intromisión del ministro de Justicia en el ámbito del Poder Judicial es de una gravedad merecedora de la destitución inmediata por parte de Rajoy. Que el PSOE se sumara a esa injerencia es incomprensible, sobre todo cuando los socialistas apoyaron en su día la reprobación de Catalá por su manejos con la Fiscalía General del Estado. 


Saltarse la ya precaria separación de poderes con unas afirmaciones insidiosas sobre la capacidad para juzgar del magistrado que emitió un voto particular, parece más bien otro intento del Gobierno para obtener rédito aprovechando la indignación social y desviar la atención de lo que de verdad importa: el contenido de la sentencia. En poco se diferencia esa posición y la del presidente Rajoy que con su silencio avala esta injererencia del Ejecutivo en el Judicial, del populismo punitivo del PP a propósito del endurecimiento de la prisión permanente revisable. Catalá se fuma los mecanismos de los que dispone el Poder Judicial para apartar de sus funciones a los jueces que no cumplan con sus obligaciones como servidores públicos y se sube al carro camino de la pica en la plaza pública. 

En esa plaza pululan toda suerte de grupos y grupúsculos para los que las instituciones democráticas son ante todo el objetivo a batir y en los que el resto de los partidos políticos tampoco son nada reacios a echar la red de pesca. En esas estábamos cuando aprovechando una campaña en las redes, una ex política canaria denunció haber sido víctima de abusos sexuales hace 27 años por parte de un político aún en activo. El gesto - que le honra - se queda corto por cuanto no identifica al responsable y porque lo remata asegurando que "denunciar no vale la pena". Es fácil suponer el efecto disuasorio que esa afirmación puede tener sobre las mujeres que sufran hechos como los que denuncia la ex política. Con el máximo respeto a su libertad para hacer lo que estime más oportuno, entiendo que ayudaría más a la causa concretar a quién se refiere con la denuncia que mantenerla en la nebulosa de la sospecha. 

Quien menos derecho tenía a señalar ese nombre es, sin embargo, quien lo hizo de una forma además frívola. Las magistrada Rosell no dudó en lanzar a las redes una insidiosa insinuación sobre el supuesto autor de esos abusos como si se tratara de un simple acertijo y no de un asunto de una extraordinaria gravedad. Todo esto da una idea cabal del terreno cenagoso en el que nos estamos moviendo desde hace días. Y mientras, apenas se escucha alguna voz autorizada que pida cordura y sentido común y aclare que esa postura no está reñida con criticar las decisiones judiciales y pedir los cambios normativos que se consideren oportunos. Lo que no vale es aprovechar el rechazo social ante  una sentencia a todas luces injusta para buscar votos o arremeter contra un sistema que, con todos los achaques, fallos y defectos que se le quieran imputar, funciona y no tiene sustituto mejor. 

No es abuso, es violación

No recuerdo ninguna sentencia que haya producido una conmoción social y un rechazo tan generalizado y unánime como la que este jueves ha dictado la Audiencia de Navarra en el "caso La Manada". Leyendo los hechos que el tribunal considera probados se encoge el estómago al mismo tiempo que la sangre sube de temperatura y se extiende la sensación de asco y repulsa. Es absolutamente incomprensible que después de la pormenorizada descripción de lo ocurrido, los magistrados hayan llegado a la conclusión de que no fue una violación de libro sino un caso de abusos sexuales. El ponente y los miembros del tribunal que suscriben el fallo deben tener muy atrofiada su sensibilidad humana ante el pánico sufrido por la víctima mientras cinco bestias pardas la sometían a su voluntad. 

Por no hablar del carcamal que emitió un voto particular defendiendo la absolución por unos hechos que - diga lo que diga el Código Penal y el fallo - sólo pueden recibir un nombre: violación. Si lo que hay que hacer es cambiar el Código Penal cuanto antes para poner fin a los distingos bizantinos sobre la resistencia o ausencia de ella para hablar de violación o de abuso, que se haga. El PP, tan sensible a la hora de impulsar el endurecimiento de la prisión permanente revisable, tiene en este caso una magnífica oportunidad para demostrar que su interés por agravar las penas no es mero electoralismo. No me cabe duda de que para evitar que se vuelven a dictar sentencias como esta contaría con un amplísimo respaldo político y social. 


El fallo, contestado en la calle desde el mismo momento de su lectura pública, es un insulto a las víctimas de violación y un mensaje disuasorio para que otras mujeres en la misma situación no se molesten mucho en denunciar. Al final, si no le dan con un palo en la cabeza o le apuntan con un arma, los agresores solo habrán cometido un abuso sexual no mucho más grave que si le hubieran tocado el trasero en la calle. Para mayor escarnio, el fallo llega tras un proceso tormentoso en el que la víctima a punto estuvo de tener que demostrar su inocencia en lugar de sus agresores la suya. Solo hay que recordar que el tribunal aceptó como prueba el informe de un detective privado contratado por los acusados para que investigara la vida de la víctima antes y después de los hechos. 

Aunque el informe fue retirado por la defensa, que el tribunal lo aceptara en su día como prueba ya fue un potente indicio de por dónde podría ir el fallo y de la idea que los jueces se estaban formando de los hechos. Con todo, no es justo generalizar ni condenar a todos los jueces de este país por el fallo de tres de ellos, usando aquí la palabra fallo no sólo en su sentido de sentencia judicial sino de grave y vergonzoso error perpetrado con plena consciencia del mismo. Sin embargo, me siento humillado y escandalizado por una sentencia que vuelve a poner en un brete la imprescindible confianza de los ciudadanos en el sistema judicial y en la rectitud de sus fallos. Queda, no obstante, la esperanza de que el Tribunal Supremo llame a las cosas por su nombre y corrija la incalificable sentencia de la audiencia navarra. La víctima de este caso y las de otros similares, así como el conjunto de la ciudadanía, tienen derecho a la reparación y a que se imparta justicia con el máximo rigor e imparcialidad. 

Miguel Ángel Ramírez: un malentendido de 90.000 euros

Desde ayer me estoy preguntando qué me pasaría si un juez me cita a declarar por un presunto fraude a la Seguridad Social y yo, a sabiendas de que incumplo la fecha de la citación, me presento casi una semana más tarde. Lo que me ocurriría no lo sé pero tengo alguna sospecha; lo que sí sé es lo que le diría: le pediría disculpas, le diría que fue un malentendido y me encomendaría a su benevolencia. Tal vez no debiera pero parto del principio de que todos los españoles somos iguales ante la ley. Por lo tanto, tengo que pensar que el tratamiento que recibiría no podría ser más severo que el que un juez de Las Palmas de Gran Canaria le ha dispensado al empresario Miguel Ángel Ramírez. Por si aún hay alguien que no sepa de quién hablo, este señor es muy conocido por sus excelentes relaciones fiscales y judiciales hasta el punto que ha grabado para su archivo personal conversaciones en sede judicial con algún juez apellidado Alba Para él, los juzgados se han convertido casi en su segundo hogar solo que sin pérgola ni pajarera. 

Tal vez por eso tardó tan poco tiempo ayer en convencer al magistrado que había ordenado su busca y captura y lo había llamado "contumaz y rebelde" de que todo fue una confusión. Al parecer pensó que con recurrir el cargo que pesa sobre él podía ir al juzgado cuando le cuadrara en su apretada  agenda y no reparó en que el recurso no había sido resuelto: en definitiva, pecata minuta de leguleyo en la que un hombre tan ocupado como él no puede perder el tiempo. A ver cómo si no se salva el imperio de la seguridad privada y se liquida el sueño de miles de aficionados de la UDLP. El juez, aparentemente satisfecho con la milonga, le dijo que se podía ir a casa con la única condición de que le informe puntualmente si cambia de domicilio o de teléfono. En ese sentido puede dormir tranquilo el magistrado que Ramírez es hombre de palabra y, si no cumpliera, siempre queda la opción de pedir disculpas y decir que se olvidó o fue un malentendido. Y aquí paz y después gloria.


También llevo un par de días preguntándome cuántos políticos, periodistas y empresarios encendieron velas a todos los santos y rezaron avemarías para que la orden de busca y captura contra Ramírez no fuera a mayores. A unos me los imagino rompiendo o borrando el álbum de fotos en el palco del estadio de Gran Canaria o compartiendo mesa y mantel con el susodicho; a otros los supongo triturando los artículos laudatorios o comiéndose sus palabras, uno de los menúes más sanos que existen. Quiero ser bien pensado y dar por hecho que a todos, sin distinción, les ha chocado al menos un poquito que Ramírez se gastara 90.000 euros en volar en jet privado de Miami a Gran Canaria para llegar cinco días tarde a la cita con el juez. 

Aún más, no solo quiero ser bien pensado sino rematadamente iluso y creer que a todos ellos les indigna que Ramírez siga debiendo salarios a sus trabajadores y presuntamente se haya quedado con dos millones de euros de la Seguridad Social. Estoy convencido de que en cuanto se lo vuelvan a encontrar en el palco del estadio, en un almuerzo o en una rueda de prensa se lo recordarán y se lo afearán como se merece. Aunque creo que me van a crecer mucho la barba y las raíces, aguardo el momento expectante y sin perder la esperanza.

Nota al pie: no se molesten más en buscar información sobre este asunto en algunos diarios digitales, de los que ha desaparecido todo vestigio de que el señor Ramírez estuvo alguna vez bajo orden de busca y captura por un juez. 

Cifuentes o lo que pasa cuando no bajas la basura

Cuando pasa mucho tiempo sin sacar la basura, el olor y las moscas lo terminan inundando todo. Para cuando te vienes a dar cuenta, descubres que el daño ya está hecho y que te va a costar mucho tiempo y esfuerzo conseguir que desaparezca el hedor. Eso es, ni más ni menos, lo que viene pasando una y otra vez en el PP: deja para mañana o para nunca jamás sacar la basura del partido y termina por llegar el día en el que los gases tóxicos acumulados después de tantos años de pasividad le explotan en las narices. Cuando eso ocurre, todo el partido apesta aunque muchos de sus dirigentes y cargos públicos sean personas honradas a carta cabal sin responsabilidad directa en la gestión por parte de la cúpula de la abundante porquería interna que genera el PP. De manera indirecta, el tufo termina alcanzando también a los electores del partido y al conjunto de una ciudadanía perpleja ante un rosario aparentemente sin fin de casos de corrupción y falta de la más mínima ética pública.

El caso de la presidenta de Madrid Cristina Cifuentes no es más que otro eslabón más en la larga cadena de escándalos turbios o poco edificantes en los que con tanta frecuencia se ven envueltos dirigentes y conocidos cargos públicos de ese partido. Por ética y decencia, Cifuentes nunca debió haber aceptado el máster que le regaló la Universidad Rey Juan Carlos, tal y como apuntan todos los indicios. Sin embargo, descubierto y hecho público el apaño, la presidenta madrileña optó por parapetarse detrás de una muralla de mentiras, medias verdades y contradicciones con la connivencia culpable de Rajoy y del resto de la cúpula del PP. 

Hoy ha dimitido después de más de un mes enrocada y tras la publicación de un video más escarnecedor si cabe - presuntamente pillada robando cremas cosméticas en un hipermercado de barrio -  que el asunto del máster irregular. No sé si detrás de esas imágenes es probable, por no decir seguro, que haya fuego amigo aunque me parece que no es lo que más debería preocuparnos. La dimisión no solo llega tarde sino que se produce sin que la directamente implicada haya aún aclarado las circunstancias de su máster, como se le viene reclamando desde hace semanas. Pero es, sobre todo, bochornosa para ella, para Rajoy y para el PP. Y lo es también para los ciudadanos de este país, aunque nosotros no merezcamos sufrir esta vergüenza mientras que ellos se lo han ganado a pulso con sobresaliente cum laude. 

A vueltas con la libertad de expresión

A propósito del activista tinerfeño Roberto Mesa, detenido por presuntas injurias a la Corona, a la Guardia Civil y a la Policía Nacional, reproduzco aquí lo que escribí hace un par de meses en relación con otros tres casos que guardan muchas similitudes con este, especialmente el del rapero mallorquín. En todos se ha apelado a la libertad de expresión y se ha denunciado que se está produciendo un retroceso de este derecho en España, aunque no está claro si los responsables son los jueces, el Gobierno o las fuerzas de seguridad. No quito ni añado una coma de lo que escribí hace dos meses y me reafirmo en el convencimiento de que no todo vale ni puede ampararse bajo el derecho a la libertad de expresión pero, también, que no todo puede considerarse un ataque contra ese derecho. En todo caso, deben ser los jueces y no los activistas o los partidos a los que pertenecen o les apoyan los que tienen que establecer los límites y, en su caso, sancionar o absolver.

"Los límites de la libertad de expresión" 

Tal vez el título de este post extrañe un poco en un tiempo en el que está muy extendida la creencia de que los derechos son absolutos y no deben ir unidos a deberes, como la cara y la cruz de una misma moneda. No me cabe la menor duda de que también la libertad de expresión tiene límites, no todo vale ni todo está permitido en aras de este derecho. El respeto a lo que establecen las leyes sobre el honor o la propia imagen son algunos de esos límites en nuestro país. Cierto que son límites intangibles y difíciles de precisar pero existen. Admito que me adentro en un terreno muy pantanoso pero me niego a aceptar que con invocar el derecho a la libertad de expresión deben removerse todas las barreras que se le interpongan en su camino y quedar libre su ejercicio de cualquier tipo de reproche social o legal. Cuestión distinta es la intensidad de ese reproche en cada caso concreto. 

Me parece excesivo que al rapero mallorquín  se le condene a tres años y medio de cárcel por sus letras ofensivas para la Corona, amenazantes y enaltecedoras del terrorismo. El mal gusto que rezuman sus textos se podía haber zanjado con una sanción o una advertencia, teniendo en cuenta, además, la ausencia de antecedentes. Por otro lado, ordenar, pedir o sugerir la retirada de unas obras de una exposición porque aluden a unos señores a los que se presenta como “presos políticos”, es una supina estupidez de quienes tomaron y ejecutaron esa decisión amparados en un ridículo deseo de no perturbar el conjunto de la exposición. Con ella han terminado haciendo famoso y puede que rico a un artista  del que muy pocos habían oído hablar hasta ahora y a una obra que probablemente no pasará a la historia del arte por su calidad artística. 

Tanto en el caso del rapero mallorquín como en el del autor del montaje artístico me parece evidente el ánimo provocador de ambos, algo por otro lado más antiguo que la pana cuando lo que se pretende es llamar la atención social y sacar la cabeza en un mercado extraordinariamente competitivo. A fe que lo han conseguido los dos gracias a un exceso judicial y a una lamentable torpeza política. Un caso distinto es el del libro “Fariña” del periodista Nacho Carretero, secuestrado judicialmente ahora, tres años después de salir a la venta. El celo de una juez madrileña en defensa de los derechos de un cacique gallego ha disparado las ventas del libro, que se cotiza ya a 300 euros, y ha puesto los dientes largos a una cadena de televisión que ya ha anuncido el adelanto a esta semana de una serie para cuyo estreno aún no tenía fecha: la decisión judicial se la ha proporcionado gratis y camino va de convertir la obra en un best seller. Se trata, en mi opinión, de otra sobreactuación judicial que contiene también con claridad todos los elementos propios de la censura. 

En una sociedad democrática son en último extremos los jueces los encargados de determinar si se ha rebasado la línea roja de la libertad de expresión y se han conculcado otros derechos concurrentes con la misma. Esa línea, imprecisa y muchas veces borrosa, tiene que estar en todo momento lo más lejos posible de cualquier tentación de censura como se aprecia en estos tres casos, distintos entre sí pero unidos por un denominador común: el uso de la libertad de expresión. Estamos ante un derecho que constituye la clave de bóveda de la democracia, lo que no lo convierte sin embargo en absoluto. Por decirlo con palabras de la filósofa y catedrática de Ética de la Universidad de Barcelona, Victoria Camps, “uno no puede decir todo lo que quiera y, por tanto, conviene pensárselo dos veces antes de ofender o sentirse ofendido”. ¿No es de sentido común?

ETA: cínico perdón

El último comunicado de ETA es de los que, a primera vista, te parece una gran noticia: por fin los valientes asesinos de la banda terrorista tienen agallas suficientes como para pedir perdón a las víctimas por el daño que causaron durante casi medio siglo. Sin embargo, apenas que se profundice en el texto, produce arcadas. Pedir perdón a las "víctimas inocentes" y excluir a las "directamente relacionadas con el conflicto" es de un cinismo y una crueldad que espantan. Con ese doble rasero demuestran quienes escribieron este vómito su verdadera calaña, por si había aún alguien que tuviera dudas sobre su naturaleza. Pero, sobre todo, demuestran que su supuesto arrepentimiento es una patraña más que busca sólo la autoexculpación de sus crímenes. 

Me es imposible entender que líderes políticos como Pedro Sánchez hayan dicho que este escrito nauseabundo es un "paso decisivo hacia la paz". O el señor Sánchez no se ha tomado la molestia de leer el comunicado o, decididamente, vive en una realidad paralela. Aunque para nota la reacción del líder de En Comú Podem, Xavier Doménech, para el cual el escupitajo de ETA a las víctimas "directamente relacionadas con el conflicto" es - literalmente - para "estar alegres y pasar página". Se apuntan así Sánchez y Doménech al farisaico perdón etarra y lo dan por bueno aunque queden excluidos de la gracia de los terroristas los policías nacionales, guardias civiles o miembros de las Fuerzas Armadas, entre otros servidores públicos, asesinados con vileza y cobardía por el delito de cumplir con su obligación de defender el orden constitucional. 

De este escrito se desprende con claridad que todos ellos y sus familias se habían hecho merecedores del tiro en la nuca, la bomba lapa en los bajos de su coche o el ataque con explosivos. La repugnancia que genera el fascistoide comunicado no se debe tan solo al cinismo que destila sino al hecho de que, distinguir a víctimas merecedoras de su suerte de las que no lo eran, equivale a atentar de nuevo contra las primeras renovando la ofensa en sus familiares. De lo único que hay que felicitarse a la vista de este vómito etarra en forma de comunicado es de la constatación de que la banda es apenas un fantasma que sigue arrastrando las cadenas ensangrentadas con las que quiso y casi logró amordazar a la sociedad vasca y producir una involución política en España que beneficiara a sus fines totalitarios. 

Su salida ahora a la palestra, al parecer un par de semanas antes de que anuncie su disolución, no parece ser otra cosa que un intento desesperado de recuperar un cierto protagonismo de quien se sabe a punto de entonar el canto del cisne y, tal vez, arañar aún algún tipo de contrapartida. Cerca de un millar de víctimas y dolor y lágrimas sin cuento le costó al Estado de Derecho acabar con ETA, aunque su sangriento legado aún lo defiendan sus históricos compañeros políticos de viaje dentro y fuera del País Vasco. Nada hay que darle y menos que agradecerle a los terroristas por esta mezquina y parcial petición de perdón. Lo único que cabe esperar y exigir de ETA es la entrega de las armas que conserven todavía y la colaboración con la justicia para esclarecer sus numerosos crímenes aún no resueltos. Todo lo demás es sólo insultar y ofender una vez más a las víctimas, a sus familias y al conjunto de la ciudad y de eso ya tuvimos más que suficientes durante cinco largas décadas en este país. 

Hasta las puñetas

Cual pensionistas cabreados con el Gobierno, jueces, fiscales y abogados también saldrán hoy a la calle. La protesta la convocan todas las asociaciones del colectivo, así que no busquen intencionalidad política. Ello no será impedimento para que más pronto que tarde nos enteremos de que algunos partidos pedirán comparecencias de ministros y modificaciones legislativas, se unirán a las protestas y pregonarán que ellos ya habían pedido lo mismo. Mirar para otro lado cuando no interesa pero instrumentalizar las protestas de otros es modus operandi habitual en las fuerzas políticas de este país. Tal y como ha ocurrido con los pensionistas, no me extrañará que ocurra también con las demandas de jueces, fiscales y abogados. Y lo que demandan es que el Gobierno les tenga presentes en sus oraciones presupuestarias. 

No es mucho ni es nueva la petición, en realidad es más vieja que la pana y el hecho de que la sigan planteando demuestra el caso que le han hecho este y los anteriores gobiernos. Y eso que a priori no parece tan complicado mejorar los medios humanos y materiales de la Administración de Justicia y equiparar las retribuciones de sus servidores a los tiempos modernos y a la función capital que desempeñan. Con un poco de voluntad política se mueven unas partidas presupuestarias de sitio y el asunto queda encaminado. El problema gordo llega cuando el llamado estamento judicial tiene el atrevimiento de pedir que se "refuerce la independencia del Poder Judicial" respecto a otros poderes como el Ejecutivo y el de los partidos, por no ir más lejos y sin ánimo de señalar. ¡Con la Iglesia hemos dado, Sancho!


Aquí han tocado sus señorías el meollo del cogollo de cómo se ha ido organizando en España el servicio de la Justicia. Podríamos describirlo imaginando una primera y una segunda planta - juzgados y audiencias - en donde la independencia judicial de poderes injerentes extraños es bastante elevada. Sin embargo, a medida que ascendemos en la escala del entramado - tribunales superiores autonómicos, Audiencia Nacional, Tribunal Supremo, Consejo del Poder Judicial o Tribunal Constitucional -  la fe empieza a flaquear y aparecen las dudas existenciales. En cuanto nos ponemos a averiguar si un juez o los miembros de un tribunal son conservadores, progresistas o medio pensionistas, es decir, si han llegado a donde han llegado porque un determinado partido les puso una escalera para que ascendieran y en función de ese empujón van a impartir justicia, los palos del andamio se nos vienen abajo; del mismo modo, si la Fiscalía General del Estado parece a veces poco más que una correa de transmisión de los intereses políticos del Gobierno, hablar de independencia del Poder Judicial es cuando menos un poco forzado. 

Lo anterior no quiere decir que la inmensa mayoría de jueces y fiscales, ya se encuentre en el primero, en el segundo o el tercer nivel, no actúe con rectitud y de acuerdo a derecho, solo que la configuración del sistema abre la puerta a la sospecha cuando esa puerta debería estar firmemente cerrada. Con esta reivindicación me temo mucho que pincharán en hueso los manifestantes de hoy por mucho que estén hasta las puñetas de la situación. No descarto que si insisten en las protestas y cumplen la advertencia de ponerse en huelga el ministro Catalá saque dinero de donde ahora no hay como hizo Montoro con los pensionistas. Para lo de la independencia judicial frente a injerencias indeseables tendrán que armarse de paciencia, ellos y todos los españoles, para desgracia del sistema democrático.

Con Alemania hemos topado

Ha escocido lo suyo la decisión de los jueces alemanes sobre Puigdemont. Tengo para mi que tanto el juez del Supremo español, Pablo Llarena, como el Gobierno de Mariano Rajoy ya habían dado por hecho que el ex presidente catalán sería entregado  por la justicia alemana para ser juzgado en nuestro país por rebelión y malversación. El ministro de Justicia, Rafael Catalá, en uno de sus habituales ejercicios de imprudencia, llegó a decir pocas horas antes de que decidieran los jueces alemanes que no "concebía otro escenario que no fuera ese". Pues lo había y a la vista está. Ahora, los jueces alemanes se cuestionan incluso si la malversación de la que se acusa en España a Puigdemont es equivalente a la corrupción que recoge el ordenamiento jurídico alemán. Al parecer no terminan de tener claro si el empleo de dinero público por parte de Puigdemont para financiar un referéndum ilegal es corrupción o no. 

Al menos - eso hay que reconocerles - sí consideran que en la consulta hubo violencia pero entienden que sin la suficiente intensidad para doblegar al Estado. Una pena que Puigdemont y los independentistas no pudieran sacar los tanques a las calles el 1 de octubre para garantizar máxima intensidad y la celebración del referéndum en paz y camaradería republicana. También destacan - y aquí les escuece a los independentistas - que Puigdemont no es un preso político como él y los suyos son tan aficionados a considerarse. Por si el golpe a las expectativas del Gobierno y de la justicia de nuestro país no fue lo suficientemente duro, una lenguaraz ministra alemana de Justicia vino a echar un poco más de sal en la herida defendiendo la decisión de los jueces y provocando un mal disimulado malestar entre Berlín y Madrid. 


El debate jurídico y político se centra ahora en si los jueces alemanes se excedieron en su interpretación de la euroorden española de detención y entrega de Puigdemont. Hay coincidencia entra la mayoría del juristas en que no formaba parte de las atribuciones de la justicia alemana entrar a determinar si la violencia empleada por los independentistas fue o no suficiente y descartar a continuación el delito de rebelión. Su misión consistía en discernir si en el ordenamiento jurídico alemán hay o no un delito equivalente al de rebelión. Ese delito existe y se llama alta traición, castigado con penas más duras que el de rebelión en España. El fallo, por tanto, cuestiona abiertamente la figura de la euroorden en tanto no respeta la competencia jurisdiccional de otro estado  de la UE, tan democrático como el alemán y perfectamente capacitado para enjuiciar los delitos cometidos en su territorio. Ello sin contar con el hecho de que la medida la adopta un tribunal equivalente a una audiencia provincial española frente a todo un Tribunal Supremo de otro país. 

La intensidad de la violencia de la que hablan estos jueces no era cuestión de su incumbencia, en primer lugar porque carecían de los imprescindibles elementos de juicio para adoptar una decisión fundamentada. Ese es un asunto para la controversia judicial ante los tribunales españoles, país en el que presuntamente se cometió el delito. Sea como fuere, el fallo alemán ha venido a dar oxígeno a los independentistas y ha vuelto a dejar con las vergüenzas al aire la inmovilidad política del Gobierno español dentro y fuera de España ante el desafío secesionista catalán. De todos modos, lo que me pregunto es qué decidirían los jueces alemanes de esta historia si las autoridades de un estado federado convocaran un referéndum ilegal y de forma más o menos violenta o pacífica declararan unilateralmente la independencia de la República Federal de Alemania, país en el que, por cierto, los partidos independentistas son ilegales.   

La hora de la política

Se mire como se mire, la decisión de la justicia alemana sobre Puigdemont es un varapalo a la justicia española y, en particular, al juez Llarena del Tribunal Supremo. Los jueces alemanes acaban de poner en libertad al ex presidente catalán y han descartado que, de acuerdo con la legislación de ese país, pueda ser acusado de rebelión - alta traición en Alemania. Argumentan que falta el elemento de la violencia que sí aprecia Llarena en la orden europea de detención y entrega de Puigdemont. El ex presidente podrá ser ahora entregado a España con una limitación trascendental: sólo podrá ser juzgado por malversación, el otro delito del que le acusa la justicia española, pero que, evidentemente, no reviste la gravedad del de rebelión y, en consecuencia, conlleva una pena mucho menor incluso en su versión agravada. 

Se puede dar así la notable paradoja de que la fuga de Puigdemont a Bélgica terminará teniendo premio. Sus compañeros de fatigas que se quedaron en España y afrontan en la cárcel las consecuencias de sus acciones, podrían ser juzgados por rebelión además de por malversación. La misma suerte que Puigdemont podrían tener los cuatro consejeros que huyeron con él, en libertad los cuatro también a la espera de lo que decidan los jueces belgas y escoceses sobre las acusaciones de rebelión que les imputa Llarena. Incluso se abre ahora la posibilidad de que Puigdemont quede habilitado para ser investido presidente de la Generalitat ya que la eventual inhabilitación para cargo público no se produciría hasta que su sentencia por malversación agravada fuera firme. 


Si el juez Llarena fue demasiado lejos acusando al ex presidente de rebelión - que requiere el empleo de la violencia - en lugar de sedición - que no lo requiere -, tal vez no sea lo más relevante. Habría que empezar por comprobar si la legislación alemana prevé la sedición y con qué requisitos, con lo cual la decisión de los jueces alemanes podría haber sido la misma. Doctores tiene el Derecho para descender a esas disquisiciones leguleyas. Lo relevante es que que el fallo alemán pone claramente de manifiesto al menos dos cosas. La primera, que los sistemas judiciales de España y Alemania han actuado según su leal saber y entender a la hora de interpretar la legislación de ambos países. De hecho, la fiscalía alemana ya ha anunciado que recurrirá el fallo al entender que sí se podría acusar a Puigdemont de rebelión en ese país. 

Montar en cólera por la posición de la fiscalía o alegrarse por la de los jueces, como han hecho los independentistas, es simplemente demostrar que la independencia judicial sólo les interesa cuando favorece sus posiciones políticas. Aunque eso no es nada nuevo, como ponen de manifiesto sus hipócritas apelaciones a la Constitución Española o al Tribunal Supremo a pesar del ninguneo y el desprecio con el que reciben sus decisiones. La segunda conclusión, tan importante como la anterior, es que este revés debería ser un aldabonazo para que Mariano Rajoy entienda que un problema político tiene que buscar un camino político, sin que ello implique necesariamente renunciar a la acción judicial. 

Los independentistas, que hoy celebran la libertad de Puigdemont, deberían también asumir un mínimo de cordura y poner fin a esta disparatada comedia que vienen representando desde hace meses con el más completo desprecio hacia los problemas del pueblo en cuya bandera se envuelven de la noche a la mañana. Sin embargo, lo que seguramente pasará es que Rajoy seguirá dejando que los jueces le hagan su trabajo y los independentistas continuarán disponiendo de munición de sobra para alargar su pulso indefinidamente. La hora de la política sonó hace mucho y nadie la quiso escuchar y de aquella sordera deliberada derivan reveses judiciales como el de ayer. 

El máster de Cristina es particular

Cristina Cifuentes, de la que algunos habían llegado a sugerir sin causa justificada aparente que estaba llamada a volar tan alto como el charrán, acaba de estrellarse contra su propio máster. Casi una semana después de que el asunto saltara a la opinión pública a través de www.eldiario.es, la presidenta de Madrid no ha dado aún una respuesta convincente que despeje las dudas más que razonables sobre las circunstancias en las que obtuvo un título del que, según los indicios de los que se dispone hasta ahora, no es merecedora.  Cualquier otro político en uno de los llamados países "de nuestro entorno" ya habría dado la cara ante la opinión pública si no tuviera nada que ocultar o habría dimitido si hubiera algo de cierto en la información periodística. 

Como Cristina Cifuentes no ha hecho ninguna de las dos cosas - por el momento se ha limitado a comunicados y vídeos autoexculpatorios - lo que cabe concluir es que su máster en la Universidad Rey Juan Carlos tiene poco de trigo limpio. Hasta la fecha, todo lo que ha hecho la presidenta madrileña es negar las informaciones periodísticas y escudarse en una abundante documentación que, sin embargo, no avalan sus protestas de inocencia. Como ni siquiera ha sido capaz de convencer a Ciudadanos, partido del que depende su continuidad como presidenta de la comunidad autónoma madrileña, hoy ha decidido embarrar el terreno de juego y matar al mensajero: se querella contra los autores de la información periodística, como si eso la exculpara automáticamente de toda mancha y despejara todas las dudas. 
De comparecer ante los medios y responder a las preguntas sobre esas dudas no parece que tenga intención alguna y para hacerlo ante la Asamblea de Madrid se tomará su tiempo ya que no lo hará hasta el 4 de abril, a la vuelta de la Semana Santa. Es difícil pero no imposible que para entonces haya aparecido en algún sitio el trabajo de fin de máster que Cifuentes jura y perjura haber hecho pero que a esta hora más parece el Santo Grial. Más difícil será aún explicar cómo pudo la alumna Cifuentes matricularse para ese trabajo de fin de máster si en dos asignaturas aparecía como "no presentada" y era condición indispensable haber aprobado todas las materias para la matrícula; o por qué se volvió a matricular cuatro meses después de supuestamente haber aprobado el trabajo de fin de máster

Aunque no es solo la señora Cifuentes la que tiene que dar aún muchas explicaciones. No le van a la zaga los responsables de la Universidad Rey Juan Carlos que, después de asegurar que todo estaba más claro que el agua clara, al día siguiente anunciaron una investigación interna de la que seguimos sin tener noticias de ninguna clase. El rector y los profesores del máster han dejado al centro académico a los pies de los caballos con una respuesta contradictoria en la que ni siquiera fueron capaces de explicar cómo es que el supuesto error de transcripción de las notas de Cifuentes no se descubrió hasta dos años y pico después de cometido. Añádase a todo lo anterior que los alumnos del máster - que tenía carácter presencial - no recuerdan haber visto jamás por clase a la alumna Cifuentes que, a pesar de todo, saco unos cuantos sobresalientes, y convendrán conmigo en que el asunto está requiriendo del olfato de un Maigret o un Sherlock Holmes. O el asunto se aclara o no habrá más remedio que concluir que el máster de Cifuentes es tan particular que se lo dieron gratia et amore por ser vos quien sois y representar al partido que representáis y no por  méritos académicos en los que, a día de hoy, la presidenta madrileña sigue figurando como no presentada.

Sin palabras para Cataluña

Desde este muy modesto blog insto a los señores académicos de la lengua para que se reúnan con urgencia: es imprescindible que cuanto antes nos provean de nuevas palabras capaces de describir con precisión la situación política catalana. Términos y expresiones como "bochorno", "vergüenza", "ridículo", "esperpento", "majadería" y "desprecio por los principios democráticos más elementales", hace mucho que han sido rebasados con creces por los hechos. Lo que viene ocurriendo en Cataluña desde hace unos años para acá, pero sobre todo desde el último verano, ya no tiene nombre que lo defina. Por ejemplo, no tiene nombre que quienes tan celosos defensores dicen ser de las instituciones catalanas de autogobierno lleven meses actuando con absoluto desprecio hacia ellas.

Tal vez piensan que enredando y obstaculizando el regreso a la normalidad democrática en Cataluña desgastan al Estado y acaparan la atención internacional. Ni una cosa ni la otra: Mariano Rajoy está encantado de la vida con el 155 que le está saliendo mucho mejor de lo que seguramente él mismo pensaba. Por su parte, los jueces y fiscales siguen haciendo su trabajo todos los días y en el ámbito internacional, las piruetas de Puigdemont y de sus seguidores me atrevería a decir que generan más bostezos que interés. El hecho que ha acabado con todos los términos empleados hasta ahora para describir la situación ha sido el pleno express de investidura convocado de prisa y corriendo por Roger Torrent. Al presidente del Parlamento catalán le bastó una ronda telefónica de contactos con los grupos parlamentarios para proponer para la investidura a otro candidato inviable. Eso a Torrent poco le importaba con tal de dar gusto a la estrategia de los partidos independentistas a los que se debe, olvidando su función institucional de garante de los derechos de todos los grupos de la cámara y no sólo los de su cuerda. 


Después de que el juez Llarena de Supremo haya decidido esta tarde enviarlo a prisión por su implicación en el en el 1-O, Jordi Turull  no podrá ser elegido mañana presidente de la Generalitat en una segunda votación. Eso sí, los independentistas ya han hecho de este santo varón un nuevo e irredento mártir al que venerar en el altar de la patria por conquistar. Añadan al martirologio secesionista a la secretaria de Ezquerra Republicana, Marta Rovira, que como el valiente Puigdemont y las heroínas que se fugaron con él, también ha optado hoy por huir de España aunque ella lo llame exiliarse, que suena como más revolucionario y dolorido. Con esta nueva payasada el PdCAT y ERC dejan claro que jamás han tenido intención de desbloquear la situación política sino de complicarla más si cabe y echarle un nuevo pulso al Estado. Aunque la CUP, tan exquisitamente integrista como siempre en su impostado ideario antisistema, les chafó en parte la jugarreta de investir un presidente que estaba a las puertas de la prisión, no creo que les haya importado mucho: ya se les ocurrirá algo en los próximos días que alargue la pesadilla cuanto más mejor. Lo más positivo de las últimas horas es que el reloj se ha puesto en marcha por fin: si en dos meses no hay presidente presentable desde el punto de vista jurídico, habrá que volver a las urnas. Ese escenario puede que no sea tan favorable para quienes hace tiempo decidieron ponerse el mundo por montera para  avasallar aquello para lo que no cesan de pedir respeto: las normas democráticas más elementales.

En este laberíntico contexto, la crisis catalana hace tiempo que se ha convertido en un constante toma y daca exclusivo entre los independentistas y el poder judicial. El Gobierno del Estado, mientras, se limita a jalear a los jueces o a silbar a los independentistas pero siempre desde la barrera, como si esto no estuviera ocurriendo en España sino en un país imaginario y como si la idea fuera mantener el 155 per secula seculorum. En tres meses largos de bloqueo político desde las elecciones del 21-D no se ha atisbado el más mínimo signo de que alguien en algún momento y aunque fuera por error, sugiriera al menos de pasada la posibilidad de plantear algún tipo de solución política a un problema que, ante todo, es político. Total, para qué preocuparse de tal cosa si ya se encargan jueces y fiscales de hacer el trabajo del Gobierno. Si el enredo permanente de los independentistas ya no hay palabra en el diccionario capaz de calificarlo, la complaciente pasividad mostrada por Rajoy durante todos estos meses,  también hace tiempo que dejó de tener nombre.   

Prisión permanente: las víctimas como moneda de cambio

Flaco favor se han hecho esta semana a sí mismas, a la sociedad y a las víctimas de crímenes violentos las fuerzas políticas. Después del inane debate electoralista sobre las pensiones, el bronco pleno sobre la prisión permanente revisable añadió aún más distancia entre los políticos y el mínimo de racionalidad que se les supone. Ante un asunto tan delicado, que merecía un debate calmado y sustentado en argumentos técnicos y jurídicos, lo que se vivió fue un despropósito de principio a fin. Cuando los representantes de la soberanía se comportan con la irresponsabilidad con la que lo hicieron el jueves los españoles, hay un coste ineludible en términos de enfrentamiento social, hartazgo de que los políticos sean incapaces de mirar más allá de sus  intereses electorales más inmediatos y enquistamiento de los problemas. Como poco, faltó el mínimo de cordura exigible a los representantes públicos para haber aplazado el pleno a una fecha en la que las emociones por el caso del pequeño Gabriel no estuvieran tan a flor de piel. 

En lugar de eso, portavoces como los del PSOE y el PP optaron por explotarlo con fines electoralistas sin importarles ni mucho ni poco su nauseabundo proceder. Tan nauseabundo como la publicitada reunión del presidente Rajoy y la presidenta del Congreso con unos cuantos padres de niños asesinados para llevar el agua a su molino prometiéndoles que convencerá a la oposición para que no derogue la pena. Si lamentable y vergonzosa fue la intervención socialista en ese pleno, justo es reconocer también que han sido el PP y el Gobierno los primeros en empujar con todas sus fuerzas el carro del populismo punitivo. Fue el PP quien impulsó la prisión permanente revisable y quien ha llamado a los ciudadanos a firmar contra la derogación. El Gobierno ha cumplido su tarea aprobando una ampliación de los supuestos de aplicación de la pena y haciendo todo esto al calor de crímenes como el de Diana Quer, es decir a golpe puro y duro de titulares a cual más escandaloso. 
Ni en los planes del Gobierno, ni en los del PSOE y Ciudadanos, parece haber estado nunca la conveniencia de serenar el debate y alejarlo de los sentimientos y de las emociones, las peores consejeras imaginable para legislar sobre el alcance de las penas de privación de libertad. A nadie le interesa fundar sus argumentos en razones jurídicos o constitucionales ni en datos estadísticos: por citar solo uno, España es el tercer país por la cola de la UE en número de homicidios pero está en la media de reclusos por esa causa. Claro que, en la era de la posverdad, lo que cuentan no son los datos fríos sino la realidad que yo mismo me fabrique de acuerdo con mis intereses. Así, Ciudadanos ha pasado de hablar de populismo penal a apoyar la prisión permanente pasando entre ambos extremos por un sinfín de cambiantes posiciones según sople el viento de las encuestas. Al PSOE hay que recordarle que recurrió la prisión ante el Constitucional lo que, sin embargo, parece que se le ha olvidado o le importa bien poco por la manera en la que se desempeñó su portavoz en el lamentable pleno sobre este asunto. 

Si no mediara tanto interés meramente partidista, hubiera sido lo más razonable que tanto quien propone y defiende la derogación como quien apoya la pena se hubieran puesto de acuerdo para aguardar por la decisión del Constitucional. Si el Estado cuenta con una institución para, entre otros objetivos, determinar la constitucionalidad de las leyes, no tiene mucho sentido recurrir a él para ignorarlo cuando no interesa esperar por sus decisiones o nos importa un pimiento lo que decida. Se le puede instar a que resuelva con mucha más celeridad cuando están en juego derechos básicos, si no con tanta como la que exhibe cuando se trata de Cataluña, sí al menos de forma que sus decisiones no pierdan toda eficacia por extemporáneas. En resumen, un acuerdo entre las fuerzas políticas para esperar por el Constitucional, para aplazar el pleno o, al menos, para no tirarse el dolor de los familiares de las víctimas a la cabeza buscando rédito político, hubiera sido aplaudido sin reservas por todo los españoles, estén en contra o a favor de la prisión permanente. Han optado en cambio por despreciar una nueva oportunidad para recuperar parte del respeto social que han perdido por culpa de una visión alicorta y egoísta de la política.        

En días como estos

En días como estos pesa el ánimo y la pluma y pesa el corazón: cuesta toneladas de esfuerzos hilvanar las ideas, expresar los sentimientos, atemperar la rabia y el desconsuelo. Cuando un ser inocente, apenas acariciando la flor de la vida, muere como ha muerto el pequeño Gabriel en Almería, el diccionario se encoge como el espíritu y las palabras no fluyen. Podría acarrear aquí frases hechas y tópicos manidos por viejos y repetidos sobre la capacidad casi infinita del ser humano para lo mejor y para lo peor. Eso, no obstante, serviría de bien poco como consuelo de un alma abatida y horrorizada. 

En días como estos, uno no puede sino admirar y emocionarse ante una mujer como Patricia Ramírez, la madre de "Pescaíto". Pocas horas después de que a su hijo lo encontrara la Guardia Civil muerto en el maletero de un coche, ha tenido la suficiente entereza para pedir a todo el mundo " que no se extienda la rabia, que no se hable de esa mujer más [la detenida por la Guardia Civil por su presunta relación con los hechos] y que queden las buenas personas". Hay que tener mucho corazón y mucho coraje para pedir algo semejante cuando a tú hijo lo ha encontrado muerto la Guardia Civil en un coche y la persona a la que detienen es precisamente aquella en la que habías depositado las sospechas desde el primer momento. Y es que en días como estos es esencial mantenerse lo menos contaminado posible del ruido y la furia de las redes sociales por las que en las últimas horas se han extendido los deseos de venganza y esa rabia desbordada que Patricia nos pide que no diseminemos a los cuatro vientos. 
En días como estos se impone mantener la cabeza fría para no ceder a la tentación de sacar a pasear nuestros demonios interiores. Si algo nos diferencia y nos eleva por encima de los animales es nuestra capacidad de raciocinio para diferenciar con claridad entre justicia y venganza. Por eso también, en días como estos deberían abstenerse determinados representantes públicos de aventar el populismo punitivo del que algunos son tan entusiastas. No tengo la menor duda de que penas aún más duras o cumplimiento integral de las condenas - cosa que ya ocurre en España en mucha mayor medida que en el resto de la Unión Europea aunque la sociedad tenga una percepción distorsionada sobre esto -, no habrían evitado el trágico final de Gabriel. Aunque suene a tópico, sólo es necesario mirar lo que ha ocurrido en los últimos años en los que, a pesar del endurecimiento del Código Penal, se han seguido produciendo casos especialmente execrables. Si con eso no bastara, siempre se puede recurrir a los resultados que en términos de descenso de la criminalidad ha conseguido la pena de muerte en Estados Unidos. 

En días como estos, una sociedad democrática tiene el deber de imponerse a sí misma el apoyo a las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado para que aclaren lo ocurrido con las menores incertidumbres y en el menor tiempo posible. Del mismo modo, es propio de una sociedad madura poner en manos del sistema judicial la valoración de las pruebas y el establecimiento de responsabilidades mediante a la impartición de justicia, sin hacer juicios paralelos ni dictar sentencia acogiéndose a la ley del Talión. Pero sobre todo, en días como estos es imprescindible estar con los padres de Gabriel haciéndoles llegar apoyo, solidaridad y cariño que, por desgracia y por mucho que sea, nunca será el suficiente para llenar el vacío que deja la muerte de un hijo que empezaba a vivir. En días como estos toca estar con quienes sufren la pérdida de Gabriel y con aquellos sobre los que recae la grave responsabilidad de aclarar los hechos y de enjuiciarlos de acuerdo con el pilar maestro de todo estado democrático: el derecho.    

Caso Faycán o cuando el tiempo todo lo cura

Esto se veía venir desde el primer día de la vista oral de este caso, una trama nada disimulada en el ayuntamiento de Telde que empezó orientada a la financiación irregular del PP y terminó financiando el bolsillo de los cofrades. Todo presuntamente, faltaría más. Ya resultó sospechoso que, de los casi treinta acusados, el primer día del juicio veinte de ellos  se convirtieran en testigos después de un acuerdo con la Fiscalía que les libra de la cárcel a cambio de reconocer su implicación. Ahora acaban de confirmarse los temores del primer día y se hace inevitable pensar que la vista ha sido poco más que un teatrillo para cubrir el expediente. En la víspera de las conclusiones finales, el fiscal Luis del Río ha vuelto a dar la campanada al tener a bien rebajar la petición de pena para los pocos que seguían siendo acusados, entre ellos el ex alcalde Valido y la ex alcaldesa Castellano. Aquí, el argumento es que han sido víctimas de una indebida dilación del proceso. Dicho lo cual, ninguno de ellos irá tampoco a la cárcel por presuntamente meter la mano hasta el codo en la lata del gofio. Todo lo más serán multados e inhabilitados, lo que puedan pagarán y los más se declararán insolventes y aquí paz y después gloria. 

Añádase a lo anterior que el presidente del tribunal juzgador sigue sin dictar sentencia contra quienes llegaron como acusados a la sala y casi por arte de magia se convirtieron en testigos. A poco que el resto de los acusados se hubiera avenido al pacto con la Fiscalía habríamos asistido al primer juicio de la historia solo con testigos y sin ningún acusado. Se trata, además, de un magistrado que se encuentra precisamente a un paso del banquillo de los acusados como presunto responsable de cuatro delitos a cual más grave tratándose de un servidor de la Justicia: cohecho, prevaricación, falsedad y revelación de secreto. A pesar de todo, ni él parece tener intención alguna de dar un paso a un lado mientras se dirime su situación judicial ni un presunto gobierno de los jueces llamado Consejo del Poder Judicial mueve un dedo para apartarlo ante el riesgo de que todo el proceso se desmorone

De todos modos, poco importa ya cuando estamos ante un caso que va camino de terminar de la manera más desmoralizadora posible en un procedimiento por corrupción: con los presuntos corruptos saliendo casi por la puerta grande del juzgado. Resumiendo el desolador panorama, tenemos que quienes han confesado en sede judicial y ante un tribunal que utilizaron dinero público para su enriquecimiento ilícito o para la financiación irregular de un partido político apenas merecerán reproche penal; quienes no lo han reconocido y se siguen considerando inocentes, igualmente podrán dormir tranquilos porque - a Dios gracias - la Justicia en este país tiene el cansino andar de las tortugas con el inestimable apoyo en algunos casos de los propios jueces. Cabe recordar aquí que cierto magistrado defendió en su día que había que dejar pasar las últimas elecciones autonómicas antes de celebrar este juicio para no perjudicar lo intereses políticos de la ex alcaldesa Castellano, acusada en este caso. 

Como ciudadano me siento estafado y defraudado ante este tipo de componendas. No tengo culpa alguna de las "indebidas dilaciones del proceso" y no entiendo cómo el Ministerio Público - al que se supone garante judicial del interés público - propone para los acusados de graves delitos contra ese mismo interés condenas mínimas y casi simbólicas en comparación con lo que se establece en el Código Penal. No me mueve ningún deseo de venganza ni deseo ver a nadie injustamente encarcelado: sólo demando que se aplique la ley con rigor y que quienes usaron de sus cargos públicos para el enriquecimiento personal o el de su partido en uno de los escándalos de corrupción más graves de cuantos ha habido en Canarias, paguen por ello. Lo contrario hará que cada vez sea más cuesta arriba no considerar la aplicación de la ley en los casos de corrupción política como una simple escenificación formal de la justicia, una farsa para salvar las apariencias ante la sociedad.  

Los límites de la libertad de expresión


Tal vez el título de este post extrañe un poco en un tiempo en el que está muy extendida la creencia de que los derechos son absolutos y no deben ir unidos a deberes, como la cara y la cruz de una misma moneda. No me cabe la menor duda de que también la libertad de expresión tiene límites, no todo vale ni todo está permitido en aras de este derecho. El respeto a lo que establecen las leyes sobre el honor o la propia imagen son algunos de esos límites en nuestro país. Cierto que son límites intangibles y difíciles de precisar pero existen. Admito que me adentro en un terreno muy pantanoso pero me niego a aceptar que con invocar el derecho a la libertad de expresión deben removerse todas las barreras que se le interpongan en su camino y quedar libre su ejercicio de cualquier tipo de reproche social o legal. Cuestión distinta es la intensidad de ese reproche en cada caso concreto. 

Me parece excesivo que al rapero mallorquín  se le condene a tres años y medio de cárcel por sus letras ofensivas para la Corona, amenazantes y enaltecedoras del terrorismo. El mal gusto que rezuman sus textos se podía haber zanjado con una sanción o una advertencia, teniendo en cuenta, además, la ausencia de antecedentes. Por otro lado, ordenar, pedir o sugerir la retirada de unas obras de una exposición porque aluden a unos señores a los que se presenta como “presos políticos”, es una supina estupidez de quienes tomaron y ejecutaron esa decisión amparados en un ridículo deseo de no perturbar el conjunto de la exposición. Con ella han terminado haciendo famoso y puede que rico a un artista  del que muy pocos habían oído hablar hasta ahora y a una obra que probablemente no pasará a la historia del arte por su calidad artística. 
Tanto en el caso del rapero mallorquín como en el del autor del montaje artístico me parece evidente el ánimo provocador de ambos, algo por otro lado más antiguo que la pana cuando lo que se pretende es llamar la atención social y sacar la cabeza en un mercado extraordinariamente competitivo. A fe que lo han conseguido los dos gracias a un exceso judicial y a una lamentable torpeza política. Un caso distinto es el del libro “Fariña” del periodista Nacho Carretero, secuestrado judicialmente ahora, tres años después de salir a la venta. El celo de una juez madrileña en defensa de los derechos de un cacique gallego ha disparado las ventas del libro, que se cotiza ya a 300 euros, y ha puesto los dientes largos a una cadena de televisión que ya ha anuncido el adelanto a esta semana de una serie para cuyo estreno aún no tenía fecha: la decisión judicial se la ha proporcionado gratis y camino va de convertir la obra en un best seller. Se trata, en mi opinión, de otra sobreactuación judicial que contiene también con claridad todos los elementos propios de la censura. 

En una sociedad democrática son en último extremos los jueces los encargados de determinar si se ha rebasado la línea roja de la libertad de expresión y se han conculcado otros derechos concurrentes con la misma. Esa línea, imprecisa y muchas veces borrosa, tiene que estar en todo momento lo más lejos posible de cualquier tentación de censura como se aprecia en estos tres casos, distintos entre sí pero unidos por un denominador común: el uso de la libertad de expresión. Estamos ante un derecho que constituye la clave de bóveda de la democracia, lo que no lo convierte sin embargo en absoluto. Por decirlo con palabras de la filósofa y catedrática de Ética de la Universidad de Barcelona, Victoria Camps, “uno no puede decir todo lo que quiera y, por tanto, conviene pensárselo dos veces antes de ofender o sentirse ofendido”. ¿No es de sentido común?

Enredando

La política en España es desde hace meses una insufrible trama de enredos sin término ni objetivo, debates de campanario sobre himnos, banderas, palabras, naciones o lenguas en los que tan a gusto se siente la derecha y la izquierda, tanto da que da lo mismo. En la derecha, los machos alfa Rajoy y Ribera se embisten con saña en su pugna por controlar el mismo espacio político y en la izquierda, que haberla se supone que la hay, Podemos y el PSOE dan muestras de la más completa sequía política. Más allá de eslóganes y proclamas, no se escucha ni una propuesta coherente ni un programa de gobierno que desmienta la indigencia intelectual y política de Sánchez e Iglesias. Completan el desolador panorama unos nacionalistas catalanes que van camino de batir todas las marcas del ridículo y que, como empiezan a poner de manifiesto algunas encuestas, aburren y hastían ya hasta a los suyos. 

Es patético que una discusión sobre lo símbolos traída por los pelos de una cantante en busca del protagonismo mediático perdido, ocupe el centro del debate político de un país cuyos ciudadanos lo que demandan es trabajo digno y decencia política. Por lo demás, no niego que haya que echarle una seria pensada al singular modelo de inmersión lingüista en Cataluña y al papel residual del castellano en esa comunidad autónoma. Eso es una cosa y otra bien distinta actuar con ventajismo político y ampararse en el poder que da el 155 para intentar perpetrar un golpe de mano en el sistema educativo. Por su parte, si a las fuerzas nacionalistas catalanas les queda un gramo de vergüenza torera, deberían abandonar de una vez el estúpido juego de tronos al que llevan entregados hace más de un mes y emplearlo en formar un gobierno que se ocupe por fin de la sanidad, la educación y la economía de los catalanes. Todo ello dejado de la mano de Dios desde que el calenturiento independentismo se enseñoreó de las instituciones catalanas y se embarcó en una ensoñación soberanista tan descabellada como perniciosa para los ciudadanos de Cataluña. 
Los españoles tienen problemas muy serios como para que los políticos se permitan perder el tiempo discutiendo cuestiones banales como la letra del himno o el sexismo de las palabras. Deben bajar de una vez del campanario en el que llevan tanto tiempo encaramados y darles una respuesta a los pensionistas en lugar de insultarlos, como ha hecho el inefable portavoz del PP al asegurar que no les ha ido tan mal con la crisis. Olvida éste, que más que portavoz es un bocazas incorregible, que han sido los pensionistas los que han sostenido a las familias en paro de este país a pesar de sus míseras pensiones. En el mismo sentido, es intolerable que las protestas ante la escandalosa discrininación salarial por razón de sexo sean calificadas de “elitistas” por el partido del Gobierno o que el mismísimo presidente despache el problema con un bochornoso “no entremos ahora en eso”. 

La corrupción, de la que todos se acusan mutuamente, requiere soluciones: no pueden continuar con el palabrerío y el postureo que no engaña a nadie y demuestra que la voluntad real de luchar contra esa lacra es exactamente ninguna. A los trabajadores que no salen de pobres o a los investigadores que tienen que hacer las maletas o los parados de más de 45 años que han perdido las esperanzas de volver a trabajar o a los jóvenes tratados como mano de obra barata no se les resuelve el problema poniéndole letra al himno nacional. Ya vale de tomarnos el pelo y ya es hora de que todos estos asuntos reciban atención por parte de quienes tienen la obligación de afrontarlos porque para eso han sido elegidos y para eso cobran de nuestros impuestos. Es indignante este enredo permanente y absurdo de unos políticos a los que parece preocuparles mucho más poner su culo a salvo en las próximas elecciones que cumplir con sus obligaciones democráticas. ¡País!, que diría el llorado Forges.