Tal vez el
título de este post extrañe un poco en un tiempo en el que está muy extendida la
creencia de que los derechos son absolutos y no deben ir unidos a deberes, como
la cara y la cruz de una misma moneda. No me cabe la menor duda de que también
la libertad de expresión tiene límites, no todo vale ni todo está permitido en
aras de este derecho. El respeto a lo que establecen las leyes sobre el honor o
la propia imagen son algunos de esos
límites en nuestro país. Cierto que son límites intangibles y difíciles de
precisar pero existen. Admito que me adentro en un terreno muy pantanoso pero
me niego a aceptar que con invocar el derecho a la libertad de expresión deben
removerse todas las barreras que se le interpongan en su camino y quedar libre su
ejercicio de cualquier tipo de reproche social o legal. Cuestión distinta es la
intensidad de ese reproche en cada caso concreto.
Me parece excesivo que al
rapero mallorquín se le condene a tres
años y medio de cárcel por sus letras ofensivas para la Corona, amenazantes y enaltecedoras
del terrorismo. El mal gusto que rezuman sus textos se podía haber
zanjado con una sanción o una advertencia, teniendo en cuenta, además, la
ausencia de antecedentes. Por otro lado, ordenar, pedir o sugerir la retirada
de unas obras de una exposición porque aluden a unos señores a los que se
presenta como “presos políticos”, es una supina estupidez de quienes tomaron y
ejecutaron esa decisión amparados en un ridículo deseo de no perturbar el
conjunto de la exposición. Con ella han terminado haciendo famoso y puede que
rico a un artista del que muy pocos
habían oído hablar hasta ahora y a una obra que probablemente no pasará a la
historia del arte por su calidad artística.
Tanto en el caso del rapero
mallorquín como en el del autor del montaje artístico me parece evidente el
ánimo provocador de ambos, algo por otro lado más antiguo que la pana cuando lo
que se pretende es llamar la atención social y sacar la cabeza en un mercado
extraordinariamente competitivo. A fe que lo han conseguido los dos gracias a
un exceso judicial y a una lamentable torpeza política. Un caso distinto es el
del libro “Fariña” del periodista Nacho Carretero, secuestrado judicialmente
ahora, tres años después de salir a la venta. El celo de una juez madrileña en
defensa de los derechos de un cacique gallego ha disparado las ventas del
libro, que se cotiza ya a 300 euros, y ha puesto los dientes largos a una
cadena de televisión que ya ha anuncido el adelanto a esta semana de una serie
para cuyo estreno aún no tenía fecha: la decisión judicial se la ha proporcionado
gratis y camino va de convertir la obra en un best seller. Se trata, en mi
opinión, de otra sobreactuación judicial que contiene también con claridad todos
los elementos propios de la censura.
En una sociedad democrática son en último
extremos los jueces los encargados de determinar si se ha rebasado la línea
roja de la libertad de expresión y se han conculcado otros derechos
concurrentes con la misma. Esa línea, imprecisa y muchas veces borrosa, tiene
que estar en todo momento lo más lejos posible de cualquier tentación de censura
como se aprecia en estos tres casos, distintos entre sí pero unidos por un
denominador común: el uso de la libertad de expresión. Estamos ante un derecho
que constituye la clave de bóveda de la democracia, lo que no lo convierte sin
embargo en absoluto. Por decirlo con palabras de la filósofa y catedrática de
Ética de la Universidad de Barcelona, Victoria Camps, “uno no puede decir todo
lo que quiera y, por tanto, conviene pensárselo dos veces antes de ofender o
sentirse ofendido”. ¿No es de sentido común?
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