Benedicto XVI dio la campanada al convertirse en el primer papa en renunciar en 600 años y los cardenales reunidos en el cónclave la han redoblado en tiempo récord eligiendo a un latinoamericano y jesuita como sucesor. Francisco I es el designado para afrontar los numerosos y difíciles retos que tiene la Iglesia Católica si quiere acompasar su paso al de la sociedad contemporánea.
Que sea el primer latinoamericano y el primer jesuita que ocupa el puesto no son en sí garantías de cambio o reforma, pero encienden una pequeña luz de esperanza de que algo empiece por fin a moverse en la fosilizada jerarquía católica. La procedencia geográfica del nuevo papa y su formación de jesuita representan una novedad histórica nada desdeñable pero no son suficientes para ocultar tras la arcaica pompa del cónclave y el humo de la fumata blanca los graves problemas de una institución con más 1.200 millones de seguidores en todo el mundo.
El novelista estadounidense Don DeLillo escribió en una de sus obras que “el católico moderno es un tipo duro que plantea preguntas penetrantes”. A ellas deberá responder con acierto Francisco I para pasar el examen al que le someterá a partir de ahora la comunidad católica en particular y la sociedad en la que se inserta en general. El peso de la acción y el pensamiento de la Iglesia en una sociedad cada vez más secularizada pero de profundas raíces católicas como la occidental sigue aún siendo notable.
Sin embargo, hasta ahora, esa Iglesia se ha caracterizado por remar a contracorriente y obstaculizar los procesos sociales de cambio. Esta actitud le está pasando una costosa factura en forma de desafección galopante entre sus propios seguidores. Así ocurre en Europa, la cuna de su poder, o en la misma Latinoamérica, de donde procede el nuevo papa y en donde la tan denostada por la jerarquía Teología de la Liberación se ha visto desautorizada y no ha podido impedir que las iglesias evangélicas hayan captado una creciente feligresía.
Compromiso real y beligerante con los más desfavorecidos, renuncia al poder y a las riquezas terrenales, pederastia en el seno del clero, papel de la mujer en la Iglesia, moral sexual, gobierno del Vaticano, transparencia en la financiación de la Iglesia, actitud ante los avances científicos y modernización de un ritual pesado y anacrónico obsesionado con la simbología del poder del papado y de la curia, - todo ello manteniendo el dogma -, son solo algunas de las difíciles preguntas que Francisco I deberá contestar en este examen al que ha aceptado presentarse.
Cuando hace siete años el cónclave eligió al alemán Ratzinger como sucesor del mediático Juan Pablo II fue casi unánime el convencimiento de que llegarían los cambios tantas veces reclamados y otras tantas frustrados a raíz de la involución a la que se sometió el Concilio Vaticano II. Siete años después las cosas apenas han cambiado más allá de alguna condena más bien tibia de la pederastia; en otros terrenos como el gobierno del Vaticano, la sexualidad, el celibato, el papel de la mujer, el compromiso social o la financiación de la Iglesia han continuado prácticamente igual de estancadas, en parte por el inmovilismo de la curia y en parte por la falta de voluntad de Benedicto XVI para afrontar esos retos. Todo unido, más la salud y la edad, le llevaron a tomar la insólita decisión de renunciar.
Ahora parece que se renueva la misma esperanza en un papa latinoamericano y jesuita que, además, deberá convivir a escasos metros con su antecesor que, sin duda, seguirá de cerca todos sus pasos. La trayectoria del papa Bergoglio habla de un hombre austero y de origen humilde, aparentemente alejado de los tejemanejes vaticanos, beligerante en la denuncia de las desigualdades sociales pero, al mismo tiempo, ortodoxo en lo moral y con un pasado oscuro y nunca aclarado en sus relaciones con la dictadura militar argentina. Nadie debería esperar milagros de Francisco I por mucho que sea un milagro lo que empieza ya a necesitar la Iglesia Católica. De momento, su gran reto consiste en empezar a recuperar el terreno perdido ante la sociedad, junto a la que en pocas ocasiones ha sabido caminar, para acompañarla en sus avances, problemas y necesidades hasta el fin del mundo.
Que sea el primer latinoamericano y el primer jesuita que ocupa el puesto no son en sí garantías de cambio o reforma, pero encienden una pequeña luz de esperanza de que algo empiece por fin a moverse en la fosilizada jerarquía católica. La procedencia geográfica del nuevo papa y su formación de jesuita representan una novedad histórica nada desdeñable pero no son suficientes para ocultar tras la arcaica pompa del cónclave y el humo de la fumata blanca los graves problemas de una institución con más 1.200 millones de seguidores en todo el mundo.
El novelista estadounidense Don DeLillo escribió en una de sus obras que “el católico moderno es un tipo duro que plantea preguntas penetrantes”. A ellas deberá responder con acierto Francisco I para pasar el examen al que le someterá a partir de ahora la comunidad católica en particular y la sociedad en la que se inserta en general. El peso de la acción y el pensamiento de la Iglesia en una sociedad cada vez más secularizada pero de profundas raíces católicas como la occidental sigue aún siendo notable.
Sin embargo, hasta ahora, esa Iglesia se ha caracterizado por remar a contracorriente y obstaculizar los procesos sociales de cambio. Esta actitud le está pasando una costosa factura en forma de desafección galopante entre sus propios seguidores. Así ocurre en Europa, la cuna de su poder, o en la misma Latinoamérica, de donde procede el nuevo papa y en donde la tan denostada por la jerarquía Teología de la Liberación se ha visto desautorizada y no ha podido impedir que las iglesias evangélicas hayan captado una creciente feligresía.
Compromiso real y beligerante con los más desfavorecidos, renuncia al poder y a las riquezas terrenales, pederastia en el seno del clero, papel de la mujer en la Iglesia, moral sexual, gobierno del Vaticano, transparencia en la financiación de la Iglesia, actitud ante los avances científicos y modernización de un ritual pesado y anacrónico obsesionado con la simbología del poder del papado y de la curia, - todo ello manteniendo el dogma -, son solo algunas de las difíciles preguntas que Francisco I deberá contestar en este examen al que ha aceptado presentarse.
Cuando hace siete años el cónclave eligió al alemán Ratzinger como sucesor del mediático Juan Pablo II fue casi unánime el convencimiento de que llegarían los cambios tantas veces reclamados y otras tantas frustrados a raíz de la involución a la que se sometió el Concilio Vaticano II. Siete años después las cosas apenas han cambiado más allá de alguna condena más bien tibia de la pederastia; en otros terrenos como el gobierno del Vaticano, la sexualidad, el celibato, el papel de la mujer, el compromiso social o la financiación de la Iglesia han continuado prácticamente igual de estancadas, en parte por el inmovilismo de la curia y en parte por la falta de voluntad de Benedicto XVI para afrontar esos retos. Todo unido, más la salud y la edad, le llevaron a tomar la insólita decisión de renunciar.
Ahora parece que se renueva la misma esperanza en un papa latinoamericano y jesuita que, además, deberá convivir a escasos metros con su antecesor que, sin duda, seguirá de cerca todos sus pasos. La trayectoria del papa Bergoglio habla de un hombre austero y de origen humilde, aparentemente alejado de los tejemanejes vaticanos, beligerante en la denuncia de las desigualdades sociales pero, al mismo tiempo, ortodoxo en lo moral y con un pasado oscuro y nunca aclarado en sus relaciones con la dictadura militar argentina. Nadie debería esperar milagros de Francisco I por mucho que sea un milagro lo que empieza ya a necesitar la Iglesia Católica. De momento, su gran reto consiste en empezar a recuperar el terreno perdido ante la sociedad, junto a la que en pocas ocasiones ha sabido caminar, para acompañarla en sus avances, problemas y necesidades hasta el fin del mundo.
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