A Rajoy no le gusta el barullo. Para evitarlo da contadas ruedas de prensa, la mayor de ellas por tele de plasma, y le ahorra a los periodistas el ingrato ejercicio de hacer preguntas que son respondidas a medias o no respondidas. A la vista del nivel de ruido que está alcanzando el debate sobre el aborto en su propio partido, con barones y diputados desmarcándose de la “progresista” contrarreforma de Gallardón, el presidente del Gobierno y del PP ha ordenado a los suyos que dejen de dar espectáculo mediático y diriman sus diferencias a puerta cerrada.
Ni caso: ha sido decirlo y saltar nuevas voces para pedir “consenso”, “diálogo”, “equilibrio” o “voto secreto”. Son los mismísimos barones populares como Monagos, Feijóo o Herrera los que han dejado patente su incomodidad con la ley social más retrógrada de este Gobierno, que ya ha impulsado unas cuantas y muy retrógradas. La rebelión se extiende también por las alcaldías y los escaños populares del Congreso, con petición de voto secreto aunque con resultado negativo por ahora. Y eso sin contar a quienes prefieren no moverse para seguir saliendo en la foto, aunque en su fuero interno abominen de un anteproyecto de ley que ha recibido el rechazo unánime de las fuerzas políticas, los profesionales sanitarios, las organizaciones de mujeres y, en general, del común de los ciudadanos que no ven por qué hay que retroceder a la edad de las catacumbas en la regulación del derecho al aborto.
Para cerrar el cuadro añádase al rechazo generalizado en España, en donde salvo los sectores más ultras y la Conferencia Episcopal nadie más veía necesidad alguna de la contrarreforma, el reproche de destacados medios de comunicación internacionales como el conservador The Times hablando de “abuso de poder” o la insólita misiva de la portavoz del Gobierno francés al de España quejándose del desatino de Gallardón. Y todo ello cuando apenas han pasado tres semanas desde que el ministro diera a conocer su reforma sin esperar a que el Tribunal Constitucional se pronunciara sobre el recurso que el PP tiene presentado contra la ley ahora en vigor.
El propio Gallardón lo justifica en su convencimiento de la inconstitucionalidad de la Ley de plazos de 2010, de manera que no se explica qué hace aún abierto y funcionando mal que bien el Tribunal Constitucional si contamos en este país con un intérprete de la Carta Magna de la inefabilidad del ministro de Justicia. La cuestión es si la incipiente rebelión en las filas del PP contra este engendro legal irá a más o si por el contrario recogerán velas los díscolos y se plegarán a la disciplina del partido y a la “discreción” que les pide la superioridad encarnada por Rajoy, a buen seguro disgustado con este lío interno que está chafándole su segundo año triunfal en La Moncloa y el bosque de brotes verdes que nos prometió por Navidad.
Por lo pronto han conseguido que el mismísimo ministro de Justicia recule algo y admita la posibilidad de cambios en la reforma aunque – aclara – “no serán sustanciales”. Eso quiere decir en esencia que como mucho serán puramente cosméticos para calmar a la galería y dar falsa apariencia de consenso. Tal vez y para disimular mantendrá algunas reuniones de compromiso con la oposición y luego dirá que lo intentó pero no fue posible el acuerdo.
A partir de ahí PP y Gobierno serán uña y carne de nuevo – ¿cuándo no lo han sido? - y las enmiendas de la oposición serán adecuadamente machacadas por el rodillo de la mayoría absoluta mientras las protestas de la calle se estrellarán una vez más contra las paredes del Congreso. Así las cosas, el PSOE le ha pedido hoy a Gallardón que guarde la contrarreforma del aborto en un cajón, cuando lo que en realidad habría que hacer es tirarla a un vertedero.
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