La Transición descansa en paz

Cantadas y alabadas ad nauseam las innegables virtudes políticas del pilotaje de Adolfo Suárez al frente de la Transición, conviene esbozar unas líneas sobre las reacciones ante su muerte. En primer lugar tenemos al rey. Su obituario del presidente fallecido careció de la emoción que cabía esperar de alguien que tuvo muy buen ojo para poner en el de Cebreros todas las esperanzas de que la Corona saliera airosa del dilema político sobrevenido tras la muerte de Franco. Rutinario y sin brillo, el monarca despachó el trámite con algunos lugares comunes dignos de una ocasión mucho menos propicia para renovar la alicaída confianza de los españoles en la institución monárquica como la que se le presentaba. Otra oportunidad perdida. 

Es casi un secreto a voces que fue precisamente la retirada de la confianza real la que abocó a Suárez a presentar la dimisión, acosado además por su propio partido, la oposición, la prensa, ETA, la Iglesia y los militares. El que sea capaz de aguantar tanta presión junta sería un superhéroe y Suárez, a pesar de toda su demostrada sagacidad política, no llegaba a tanto ni era tanto lo que se le exigía. 

Sigamos por el presidente del Gobierno: Mariano Rajoy nos deleitó con otra de sus plúmbeas intervenciones oficiales de las que los ciudadanos ya estamos curados de espanto. No se sabía muy bien si estaba despidiendo al que muchos consideran no sin exageración “el artífice de la democracia en España” o adelantándonos alguna espesa previsión económica a las que tan aficionado se ha vuelto en los últimos tiempos. Gris y falto de vibración política no tuvo empacho ni rubor, sin embargo, en patrimonializar para su partido y su Gobierno el espíritu de consenso y diálogo que caracterizaron la Transición conducida por Suárez. 


No le han ido a la saga otros dirigentes del PP y varios miembros de su gobierno. Mención especial merece el titular de Exteriores, García Margallo, convencido de que si Suárez se tuviera que enfrentar al desafío catalán haría exactamente lo mismo que está haciendo Rajoy, es decir, ni pestañearía, como Don Tancredo. Pero ya se sabe que una de las grandes ventajas de la ficción histórica es que los muertos no opinan y los hechos nunca podrán contradecir tus afirmaciones. 

A propósito, mención singular merece el presidente Artur Mas, que se materializó ante la capilla ardiente de Suárez para lanzarle a la cara de Rajoy la figura dialogante y de consenso del presidente de cuerpo presente a escasos metros suyos. Tampoco podían faltar en la obligada visita a la capilla ardiente viejas glorias de la UCD, dispuestas también a soltar alguna lágrima de cocodrilo. Allí se dieron cita, por ejemplo, todo un Miguel Rodríguez y Herrero de Miñón o todo un Landelino Lavilla, dispuestos a canonizar al mismo presidente muerto que con gran éxito habían contribuido a crucificar en vida: ¡Al suelo, que vienen los nuestros! se coreaba en las filas de la UCD cuando el partido ya se había convertido en una espectacular bola de fuegos artificiales con democristianos, socialdemócratas y franquistas demócratas de-toda-la vida saltando por los aires y buscando cada uno mejor acomodo político.

Para la historia de estos días en los que hemos revivido el blanco y negro y los puros humeando en el Congreso de los Diputados, quedará también la imagen de los tres ex presidentes vivos de riguroso luto oficial. González, Aznar y Zapatero apenas se pueden ver entre sí pero tocaba escenificar unidad aunque ésta fuera sólo flor de unas horas. La misma unidad que reclamaban al paso del cortejo fúnebre con los restos de Suárez abandonando para siempre la Carrera de San Jerónimo los ciudadanos que se agolpaban en las aceras y gritaban ¡Vivas! y ¡Presidente! Puede que muchos de ellos - los más creciditos, sobre todo -  le pagaran en su día a Suárez con la misma moneda con la que los británicos le pagaron a Churchill después de vencer a los alemanes en la II Guerra Mundial, es decir, dándole la espalda cuando puso en pie aquella aventura imposible que se llamó CDS. 

Con todo, se palpaba en el ambiente una petición expresa a los partidos políticos para que antepongan el interés general al partidista y recuperen el espíritu de concordia de la Transición que estos días ha sobrevolado la política española. Dudo que el mensaje haya llegado a oídos de quienes al menos deberían intentarlo, de manera que ese espíritu por unos días revivido seguramente descansa en paz a esta hora bajo una losa de la catedral de Ávila y sin riesgo de que se despierte de nuevo.

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