Por eso, escuchar a Albert Rivera decir que si por él fuera nunca habría recibido a Torra en La Moncloa, plantea serias dudas sobre la utilidad democrática de su partido. Es cierto que el presidente catalán no es precisamente el adalid del orden constitucional y que su pasado de activista supremacista y xenófobo revela más de sus ideas que todo cuanto él pueda decir. Pero es - guste más o menos - el presidente legítimo de Cataluña y, como se suele decir, con esos bueyes hay que arar. Que todo un líder político como Rivera, aspirante con fundamento a presidir el gobierno del país, rechace la vía del diálogo en política refleja un pensamiento que cuestiona la esencia del sistema democrático: diálogo incluso con quienes más alejados puedan estar de tus puntos de vista. En su favor únicamente cabe aducir que tiene al menos el valor de decirlo públicamente, no como Rajoy, que practicó la ausencia de diálogo con Cataluña durante años aunque jamás lo reconoció ni lo reconocerá.
Foto: El Español |
No obstante, ha extendido la mano para resolver cuestiones atascadas entre ambas administraciones y que pueden ser abordadas en el marco constitucional al que nos debemos todos. Ahora, y después de tantos gestos por parte de Sánchez, falta saber si Torra y los suyos hacen alguno que no sea el de sostenella y no enmendalla. No me hago ilusiones de ningún tipo y más bien creo que no desaprovecharán la primera oportunidad que se les presente para seguir adelante con los faroles. Si tal cosa ocurriera - nada improbable - el Gobierno sigue teniendo la opción de la Justicia sin que ello implique cerrar de nuevo la puerta del diálogo, con lo que la pelota sigue en el tejado independentista.
El tiempo y los hechos lo dirán aunque, mientras eso ocurre, no debería olvidar Sánchez que gobierna para todos los españoles y no solo para los que viven en Cataluña. El catalán es un asunto de una extraordinaria dificultad pero no puede copar al completo la agenda del presidente. Tampoco puede llevar a Sánchez a conceder ventajas económicas y políticas a una comunidad para calmar a sus levantiscos dirigentes en detrimento de las demás, ni relegar los problemas y las carencias de estas a un segundo plano en su orden de prioridades. Mal negocio sería para Sánchez y sobre todo para el país que, intentando apagar un incendio, se provoquen nuevos focos de descontento y agravio comparativo en otros territorios. Dicho lo cual, bienvenida sea la vuelta de la política siempre que su fin sea resolver los problemas de los ciudadanos: esa es su función y de ella deberán responder los políticos ante esos mismos ciudadanos.
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