Los juicios
apresurados tienen el riesgo de terminar en sentencias injustas y el buen jugador
debe templar la pelota antes de repartir juego. Juicios con sentencias apresuradas condenando o absolviendo a Fidel
Castro hemos podido leer decenas este fin de semana, pero que intenten al
menos ser ecuánimes y tener en cuenta agravantes y atenuantes sólo unos pocos. Habida cuenta de que hay mucha gente que
sólo sigue viendo en Fidel un dechado de virtudes políticas y humanas, cabe
aclarar de antemano que, bajo mi punto de vista, el mandatario muerto ha sido
un autócrata que durante más de cinco décadas ha sojuzgado las libertades
políticas y los derechos humanos de todo un pueblo, el cubano.
Y eso, por
mucho que se quiera, no se puede obviar ni justificar con la excusa de las
circunstancias históricas, la resistencia ante el imperialismo estadounidense o los
avances innegables en sanidad o en alfabetización registrados en Cuba. Porque los
derechos sin pan son tan inútiles e injustos como el pan sin derechos y, por
desgracia para ellos, los cubanos llevan más de medio siglo sin que les sobren
de ninguna de ambas cosas. Castro no fue un demócrata no porque no le dejaran
los Estados Unidos sino porque no quiso serlo.
La leyenda
trenzada en torno a su numantina resistencia ante Estados Unidos se tambalea cuando se recuerda que no tuvo reparos a la hora de entregarse con armas y
bagajes al imperialismo soviético, tan
expansionista e intervencionista como su contrario. Con la ayuda muy interesada
por razones geoestratégicas de la Unión Soviética, Castro apoyó las guerrillas
latinoamericanas y africanas que – es justo reconocerlo – pusieron sobre el tablero
internacional las miserables condiciones de vida en muchos de esos países y
alimentaron esperanzas entre millones de desposeídos de todo el mundo. El líder
cubano encabezó también un movimiento de países falsamente “no alineados” que, sin embargo, estaba mucho más cerca de las posiciones de Moscú que de las de Washington y que se usó de forma permanente como
caja de resonancia de la política internacional soviética.
Con todo ello
y con su innegable destreza para la estrategia política, el comandante
consiguió distraer la atención y mantener a raya a su
poderoso vecino mientras se perpetuaba en el poder hasta que la muerte lo ha separado definitivamente
de él. Fue esa gigantesca e influyente proyección internacional y su innegable carisma, devenido en mito revolucionario mundial, el que le granjeó a Fidel las simpatías y el
apoyo acrítico de una izquierda occidental y de una burguesía nacionalista que,
sin embargo, no dudó en mirar para otro lado y hacer oídos sordos ante la
vulneración constante de las libertades y de los derechos humanos en Cuba.
Era la izquierda que pedía esas mismas libertades para los españoles pero que, mientras escuchaba y cantaba las canciones de Silvio Rodríguez o Pablo Milanés, no tenía nada que reivindicar para los cubanos, salvo tal vez que Fidel no muriera nunca. Y lo sé bien porque yo, como muchos otros, nunca quisimos dar crédito a las noticias sobre torturas, purgas, ejecuciones y destierros en Cuba ni creímos que debiera haber otro partido que no fuera el comunista o que debiera existir libertad de expresión y de prensa. Todo eso se tenía por burda propaganda yanki o en el mejor de los casos por decisiones dolorosas pero inevitables para defender la revolución de sus enemigos internos y externos.
Con todo, la muerte de Fidel Castro no es el fin del castrismo, al menos mientras su hermano Raúl mantenga las riendas del poder en sus manos. Por mucho que la presidencia que asumió hace diez años haya supuesto alguna tímida apertura política y económica, no hay ningún elemento de juicio que permita atisbar cómo será el futuro de la isla cuando Raúl Castro, que ya no es un jovencito llegado de Sierra Maestra, también desaparezca del escenario político. Por otro lado, la presencia de un personaje como Donald Trump al frente de los Estados Unidos abre si cabe más incógnitas sobre la posibilidad de que los cubanos puedan avanzar de manera pacífica hacia un régimen político abierto en el que se respeten los derechos humanos y las más elementales libertades políticas y hacia una economía menos dependiente del exterior y capaz de satisfacer las necesidades del país. Aunque sí hay un riesgo cierto y es que, con la excusa de la necesaria democratización del régimen político, Cuba cambie su dependencia actual de China y Venezuela por la de Estados Unidos como ocurría hace casi seis décadas.
“La historia me absolverá”, dijo Fidel en su defensa cuando fue juzgado por el fracasado asalto al cuartel Moncada en 1953. Con sus luces y sus muchas sombras, la historia ya considera a Fidel desde hace tiempo una figura política clave e irrepetible en el devenir de la segunda mitad del siglo XX y no es – o no debería ser – función de los historiadores condenar o absolver a nadie. Esa es potestad exclusiva de los pueblos y son por tanto los cubanos, a la luz de la historia de más de cinco décadas de castrismo con todas sus consecuencias, los que tienen la última palabra.