La que padecemos no sólo es
una crisis económica con su retahíla interminable de malas noticias sobre paro,
déficit, PIB y deuda. En realidad, no es más que el resultado de otra crisis
mucho más profunda: la del sistema democrático tal y como lo conocemos. Un sistema que abrió de par
en par las compuertas al capitalismo más salvajemente especulativo, siempre
incómodo con las restricciones y las regulaciones y siempre intentando
eliminarlas o, como poco, atenuarlas. Hasta que lo consiguió y a la vista están
los resultados.
El sistema democrático no
tardó en contaminarse hasta el punto de que ya no hay el más mínimo rubor en
colocar a tecnócratas al frente de gobiernos que nadie ha elegido y dictarles
lo que deben hacer, advirtiéndoles de las consecuencias que les acarreará no
obedecer. La gangrena ha invadido así
todos los ámbitos de lo público en donde reina la fusión y la confusión entre
los poderes clásicos del Estado: el Legislativo se confunde y mimetiza con el
Ejecutivo y ambos con el Judicial.
Hablar de verdadera separación de poderes y
de contrapesos suena ya a broma de mal gusto. Los políticos se convierten
en banqueros y viceversa y los jueces recorren el camino entre la magistratura
y la política o al revés sin ningún tipo de reservas. Más allá, los políticos se
convierten en empresarios o en asesores de grandes empresas cuando dejan sus
bien remunerados cargos públicos y estos a su vez en políticos o en ambas cosas
a la vez.
Y todos defienden sus
remuneraciones del erario público que siempre consideran insuficientes habida
cuenta de sus altas responsabilidades o sus deslumbrantes historias
profesionales. Algunos compensan metiendo la mano en la caja pública cuando
creen que nadie está mirando, otros lo hacen a la luz del día pagándose con el
dinero de los contribuyentes espléndidos y largos fines de semana en zonas turísticas
de lujo y los hay que se homenajean con indemnizaciones y pensiones
vitalicias después de haber hundido sus empresas.
Cuando las cosas vienen mal
dadas, a los que han hecho trampas con sus cuentas se les rescata con dinero de
todos pero a quienes se han quedado sin trabajo y sin ingresos para pagar la
hipotecas se les lanza a la calle. A los que defraudan al fisco se les premia
con una amnistía y a los que pagamos nuestros impuestos se nos castiga con una
subida fiscal o se nos despide a precio de saldo. No contentos con eso,
dinamitan la sanidad y la educación públicas y convierten nuestras pensiones en
limosnas.
Es la política, entendida
como el noble arte de servir al bien común, la que realmente está en crisis.
Por eso, la salida de esta angustiosa situación económica sólo puede pasar por
una profunda regeneración política presidida por la honradez y la
transparencia. Tal vez suene a utopía pero creo que es lo único que nos queda.
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