El gran historiador francés
Marc Bloch estudió en su libro Los Reyes
Taumaturgos la extendida
creencia que existió en Europa hasta el siglo XIX de que los reyes podían curar
enfermedades con la simple imposición de manos, de ahí lo de taumaturgos. Sin embargo, los avances de
la ciencia no acabaron con la superstición.
Dos siglos después, Mariano Rajoy se presentó a las elecciones
generales en España prometiendo que su simple presencia y la de su partido en
el poder bastarían para sanar la enferma economía del país. La mayoría de los
españoles se lo creyó y Rajoy llegó al poder. Convencido así de sus poderes taumatúrgicos,
Rajoy no perdió ni un minuto en empezar a imponer sus manos sobre los órganos
vitales de la alicaída economía nacional.
Primero tocó los impuestos,
después las relaciones entre los trabajadores y sus patronos, se acercó a la
educación y a la sanidad y a las comunidades autónomas y por fin puso también
sus manos sobre los bancos. Pero para su desesperación y la de todos los
españoles, sus denodados esfuerzos taumatúrgicos – "habrá reformas todos
los viernes" – lejos de provocar algún cambio para bien en el paciente
agravaron su situación: perdió el ánimo y el apetito, se volvió cada vez más
irascible y sus constantes vitales acusaron un claro empeoramiento con
perspectivas negativas.
Así, pasados sólo seis meses
desde que Rajoy prometiera que la imposición de manos sería más que suficiente
para que la economía recuperara la fortaleza perdida, nos encontramos con el paciente
a las puertas de la UVI para ser entubado y conectado a respiración artificial.
Si sobrevive se le someterá a una dieta extraordinariamente restrictiva que
retrasará notablemente la recuperación definitiva con el agravante de que seguramente
nunca podrá volver a ser el mismo de antes.
En este punto y ante este cuadro clínico,
Rajoy debería empezar a admitir que para enfermedades tan graves como la de la
economía española hace falta mucho más que superchería política.
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