El Diccionario
define la transparencia como la cualidad de los cuerpos para dejar pasar la luz.
Si nos fijamos en los datos que hoy ha presentado el Comisionado de
Transparencia de la Comunidad Autónoma, la conclusión es que lo que
transparenta el cuerpo de las administraciones públicas canarias apenas llega a
la categoría de débil pabilo. No es para estar muy contentos que apenas dos
de cada diez de esas administraciones aprueben los requisitos de la
Ley Canaria de Transparencia, que
tampoco es que sea el no va más de las exigencias. Los aprobados – Gobierno de
Canarias, tres cabildos y unos pocos ayuntamientos – sacan en todos los casos
notas manifiestamente mejorables. Entre los suspendidos hay de todo, desde quienes
apenas cumplen algunos de los requisitos de la ley hasta quienes ni siquiera
cuentan con portal de transparencia.
Claro que ese
portal tampoco es la panacea para que los ciudadanos conozcan cómo y dónde se
gasta el dinero público y cuáles son los ingresos y patrimonios de sus
representantes y gobernantes. Abrir una página web vinculada a un sitio oficial
del ayuntamiento o el cabildo de turno y saturarla de documentos sin orden ni concierto
tiene más bien el efecto de disuadir la curiosidad y el derecho a saber de los
ciudadanos que de satisfacerlo. La sobreabundancia de información no equivale a
buena información o a información de interés, sino a maraña inextricable para
moverse por la cual hay que disponer de conocimientos, horas y paciencia que la
inmensa mayoría de los ciudadanos no tienen.
“La sobreabundancia de información no es sinónimo de buena información”
Sin embargo,
ser o no ser transparente ya no es una opción para las administraciones públicas,
las empresas que de ellas dependen y las instituciones del sistema democrático.
La transparencia en el empleo de los recursos públicos es una obligación nacida
al calor del debate sobre la opacidad con la que tradicionalmente se han venido
desempeñando los políticos. Los contratos y adjudicaciones de servicios al
sector privado o las retribuciones de gobernantes y legisladores deben ser del
dominio público en tanto es del bolsillo público de donde sale el dinero para
pagarlos. De ahí que la obligación
de transparencia se haya convertido en un instrumento imprescindible para el
control y la fiscalización por parte de los ciudadanos sobre sus gobernantes y
representantes.
En cierto
modo, esa labor de fiscalización, que en un sistema democrático menos escorado a
favor del poder ejecutivo debería realizar el parlamento, devuelve a los
ciudadanos una parte al menos de la soberanía que han ido perdiendo a medida
que su capacidad de decisión ha quedado apenas limitada a votar cada cuatro años.
El politólogo francés Pierre Rosanvallon considera que la transparencia es un
síntoma de buen gobierno y subraya un hecho capital: mientras que el control
del voto dura lo que dura una jornada electoral el control que ejercen los
ciudadanos a través de la transparencia exigible a los representantes públicos es
permanente.
“La transparencia devuelve a los ciudadanos parte de la soberanía perdida”
Podría decirse
que la obligación de transparencia cambia por completo la relación entre
representante y representado o entre gobernante y gobernado y lo hace a favor del
segundo y en detrimento de primero. Seguramente por eso hay tanto político
reacio a transparentarse y tanta institución y administración pública resistente
a arrojar toda la luz que sea posible sobre el uso del dinero público. El reto
está precisamente en que los ciudadanos hagan de la transparencia una
obligación legal exigible a sus representantes y gobernantes quienes, en no
pocas ocasiones, utilizan ese término con fines meramente propagandísticos y vacío de todo contenido real. Sin
embargo, según los datos conocidos hoy, las visitas de los ciudadanos canarios
al portal de transparencia de la comunidad autónoma apenas alcanzaron el 1% el año
pasado y las solicitudes de información no llegaron a 200. Demasiado poco interés
para tanta opacidad como aún sigue reinando en las administraciones públicas.
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