Recuperado del estado
catatónico en el que me dejó la noticia de que la Unión Europea ha
sido merecedora este año del Premio Nobel de la Paz, me he hecho
algunas preguntas en voz alta:
¿Existe realmente la
Unión Europea?
Al parecer sí; hay un
fantasma que recorre Europa y que recibe el nombre, a todas luces
excesivo, de Unión Europea. La forman 27 estados y 17 de ellos
comparten el euro como moneda. Más allá de eso, unidad, lo que se
dice unidad hay más bien poca y sí en cambio unos políticos que
mandan y otros que obedecen sin rechistar por convicción o por
miedo.
¿En qué consiste la
Unión Europea?
Podría resumirse en lo
siguiente: en su esencia actual es una mastodóntica superestructura
burocrática, política y económica que sienta sus reales en
Bruselas. Desde allí hace y deshace sobre asuntos que de forma
directa o indirecta afectan a la vida cotidiana de 500 millones de
ciudadanos cuyas opiniones apenas son escuchadas y tenidas en cuenta.
Por lo general, su actuación responde fielmente a los intereses de
los países más poderosos del club que usan esa superestructura para
imponer sus criterios al resto.
¿Es una democracia la
Unión Europea?
Vagamente.
Existe un parlamento elegido por los ciudadanos en elecciones que,
una tras otra, arrojan altísimos porcentajes de abstención. De esos
comicios salen más de 700 eurodiputados que viajan a Bruselas o a
Estrasburgo – muchos de ellos en primera clase - para participar
en comisiones y plenos. Sin embargo, en muchas ocasiones lo que
aprueban ni siquiera es tomado en cuenta por el Consejo Europeo y la
Comisión Europea que pueden hacer de su capa un sayo y actuar según
la conveniencia de los socios más poderosos del club. Para millones
de ciudadanos, muchas de las cosas que se discuten en el Parlamento
Europeo están tan alejadas y son tan esotéricas como si los debates
tuviesen lugar en la Luna y girasen sobre Neptuno.
¿Quién manda
realmente en la Unión Europea?
Sobre
todo los grandes intereses económicos. Esta realidad se ha agudizado
desde el inicio de la crisis, cuando países como Alemania y sus
adláteres o instituciones como el Banco Central Europeo se alinearon
sin ambages con las teorías neoliberales que ven en lo público y en
el estado del bienestar el origen de todos los males económicos de
antes, de ahora y del futuro. A partir de ese momento, en la Unión
Europea se ha actuado pensando en el interés de los llamados
mercados y no en el de los
ciudadanos, a los que se ignora olímpicamente en la toma de
decisiones trascendentales para sus vidas. En estas circunstancias,
afirmar que la Unión Europea es democrática es un chiste cruel y
de mal gusto. Suponer, además, como hacen algunos, que la concesión
de un premio tan cuestionado como el Nobel de la Paz será un acicate
para que la Unión Europea mejore es como creer que el jarabe de la
tos sirve para curar el cáncer.
¿Cuál
es el futuro de la Unión Europea?
Si sigue como va, el de la perdida completa de la ya escasa
credibilidad y confianza que tienen en ella los ciudadanos y la
desintegración. La única alternativa es situar a los ciudadanos en
el centro de las actuaciones y para ello necesita en primer lugar
imprimir un giro copernicano que ponga fin a las ilegítimas
políticas que dictan los poderosos intereses corporativos y que
están arrastrando a millones de europeos a la pobreza y a la
desesperación.
¿Es
necesaria la Unión Europea?
A pesar de todo, si no existiera habría que inventarla. Pero otra
Unión Europea muy distinta de la actual, que responda verdaderamente
a ese nombre, que subsane los graves vicios democráticos que padece,
que actúe con transparencia, que rinda cuentas y que responda a las
necesidades sociales y económicas de los ciudadanos y no a intereses
espurios.
¿Merece
la Unión Europea el Premio Nobel de la Paz?
La concesión de ese galardón en medio de una brutal crisis
económica que ha sacado a relucir las graves carencias de este
gigante con pies de barro, llega tan tarde y en un momento tan
inoportuno que parece más una broma pesada que un reconocimiento
sincero.
Los sesudos miembros del comité noruego aluden a la trascendencia de
la unidad europea para la paz en el viejo continente después de las
dos salvajes guerras de la primera mitad del siglo pasado. Es verdad,
pero no es toda la verdad, porque si fuera sólo por eso el galardón
se le debería haber concedido hace muchos años. De haber sido tan
rápidos como con Kissinger y Obama, tendrían que habérselo
otorgado, por ejemplo en 1958, cuando entraron en vigor los Tratados
de Roma.
Lo cierto es que estos señores pasan por alto hechos tan vergonzosos
como la inhibición de la Unión Europea en las causas de la Guerra
de los Balcanes y se olvidan de la división que generó la
intervención militar en Libia para salvaguardar intereses
petrolíferos de determinados países miembros. Y aunque se haga
alusión a las misiones internacionales en las que participa la
Unión, valiosas sin duda alguna, se obvia que su peso específico en
el cambiante escenario internacional es cada día más irrelevante
debido a los intereses geoestratégicos de los Estados miembros que
imposibilitan una diplomacia comunitaria digna de ese nombre.
De todos modos, al menos en la Unión Europea ya no son necesarios
grandes cuerpos de ejército, tanques, submarinos, aviones, misiles y
espías con sombrero y gabardina para que un país imponga su
voluntad al resto. Hoy la verdadera guerra, la económica, se dirime
con las armas de los mercados financieros, de los bonos basura, del
déficit, de la prima de riesgo, de la deuda y, en fin, con la
austeridad como bandera cueste lo que cueste. Todo esto con los
ciudadanos de meros espectadores sin voz ni voto en el mejor de los
casos y de víctimas en el peor.
Es esta moderna forma de guerra la que está profundizando la brecha
entre ricos y pobres, exacerbando las desigualdades sociales y
arrojando al paro y a la miseria a millones de personas en el sur de
Europa. Por eso, la concesión del Nobel de la Paz a la Unión
Europea real y no a la angelical con la que sueñan algunos, la que
actúa al dictado de los intereses financieros y aplica las injustas
políticas neoliberales, es también hiriente e hipócrita.
Por
último: ¿quién recogerá el Premio Nobel de la Paz concedido a la
Unión Europea?
Puede
que lo haga el gris y apocado van Rompuy o el prescindible Durao
Barroso, dos decorativas figuras cuya función no parece ser otra que
la de repetir lo que ordene Berlín, por no hablar de la troupe
de comisarios y comisarias. Por eso creo que debería ser la
canciller alemana Angela Merkel, aunque si está muy ocupada
convenciendo a
algún presunto líder europeo – Rajoy, Passos Coelho o Samarás –
de la necesidad de continuar con la medicina de caballo para salir de
la crisis, siempre pueden ir en su lugar los hombres de negro. Nadie
como ellos, salvo la propia Merkel, encarna mejor el verdadero
espíritu de la actual y pacífica Unión Europea.