Estos días está
causando furor en la red un vídeo de apenas tres minutos en el que
Nick Clegg, el líder de los liberal demócratas británicos, socios
de los conservadores de David Cameron en el gobierno de su graciosa
majestad, pide perdón por haber apoyado la subida de las tasas
universitarias a la que se opuso en la campaña electoral. Una web
satírica lo ha convertido en un rap y ahí tenemos a Mr. Clegg a un paso de ocupar el primer puesto de los
40 Principales gracias a la originalidad y a lo poco común de su
decisión.
Es
cierto que su gesto – que le honra – debería tener la lógica
consecuencia de la dimisión por defraudar la confianza de los
votantes, al margen de que no servirá para que bajen las tasas ni
para que los estudiantes que ya han pagado la subida recuperen el
dinero. Por otro lado, Clegg ha intentado con este vídeo – que sus
asesores le desaconsejaron que grabara para no proyectar una imagen
de debilidad - producir un golpe de efecto al inicio del congreso de
su partido en el que, como es natural en este tipo de cónclaves, no
falta gente con deseos de moverle la silla. Aún así, que un
representante público se atreva a decir de motu propio que
cometió un error y pida perdón por ello es algo que adquiere un
altísimo valor en los tiempos actuales de descrédito de la
política y de los políticos.
Traslademos
el asunto a España. Los casos en los que un representante público
pide perdón por sus errores o por haber hecho lo contrario de lo que
prometió se pueden contar con los dedos de una mano y sobran más de
la mitad. El ex presidente Zapatero admitió en un par de ocasiones
que no vio el huracán económico que se avecinaba, aunque la
confesión no incluyó nunca la palabra perdón o
la expresión lo siento;
además, no se produjo
por propia voluntad sino en respuesta a preguntas periodísticas o a
críticas de la oposición. Más parecido al gesto de Nick Clegg fue
el de nuestro rey cazador, que con cara compungida pidió perdón en
treinta segundos por su metedura de pata en Botswana y prometió que
una cosa así no se repetirá.
Comentario
aparte merece el caso de Mariano Rajoy, que tendrá el dudoso honor
de pasar a la historia como el presidente del Gobierno que más
medidas contrarias a lo que había prometido ha puesto en marcha. El
problema de Rajoy no es que haya cometido errores, salvo que se
consideren como tales el rosario de decisiones adoptadas en sus nueve
meses de gobierno que van justo en la dirección contraria a las
promesas hechas en la campaña (impuestos, despido, copago, recortes
en sanidad, educación y servicios sociales, etc.).
El
problema es que ha mentido a los ciudadanos, o por ignorancia – cosa
poco probable –, o por calculo político – mucho más verosímil.
Cogido en falta cada vez que aplica un nuevo recorte se escuda en
vanos argumentos del tipo no hay más remedio,
es lo que toca o a
mi tampoco me gusta pero hay que hacerlo para crecer y crear empleo.
Nick
Clegg ha necesitado unos tres minutos para disculparse por el asunto
de las tasas universitarias y el Rey treinta segundos para hacerlo
por el caso de la cacería en Botswana; si Rajoy sufriera un ataque
de remordimiento político – algo muy dudoso - necesitaría al
menos un capítulo entero de Secretos
y mentiras.
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