Que haya sido una juez argentina la que ha decidido que se abran los consulados de su país en el mundo para recibir las demandas de las víctimas del franquismo dice mucho de la verdadera marca España y de la deliberada incapacidad de nuestro país para mirar a la cara a su pasado más negro y ajustar cuentas con él. La juez Servini, además, ha ordenado la detención y extradición a su país de cuatro policías españoles implicados en casos de tortura durante el franquismo, uno de los cuales participó incluso en el 23-F.
La Fiscalía, en una decisión que no honra su condición de defensora del interés público, no ha tardado en oponerse a la detención y hasta se ha adelantado a determinar que los delitos que se les imputan a los presuntos torturadores han prescrito. En su inédita decisión, la juez se basa en los principios de la justicia universal que en España ya se encargó de recortar convenientemente el gobierno del PSOE con el apoyo entusiasta del PP.
Pero queda la esperanza frente a tantos gobiernos de la democracia española que no han dudado en mirar para otro lado cuando no a echar tierra sobre el dolor de los familiares de las víctimas del franquismo. Unos familiares que lo único que pedían y siguen pidiendo como quien clama en el desierto es recuperar los cuerpos de sus seres queridos vil e impunemente asesinados y lanzados a una cuneta a o lo más profundo de un pozo como si fueran alimañas.
La fallida ley de la Memoria Histórica es a día de hoy papel mojado, aplicada a regañadientes por la mayoría de los jueces y ninguneada económicamente por la práctica totalidad de las administraciones públicas. Con la crisis, las asociaciones de víctimas han visto recortadas las ayudas cuando no se han puesto todo tipo de trabas administrativas y judiciales para la apertura de fosas comunes. Su clamor para que se llevara ante la justicia a los responsables aún vivos de las tropelías del franquismo ha sido desoído sistemáticamente, de manera que al final no han tenido más remedio que conformarse con poder dar sepultura a sus familiares y, ahora, parece que ni a eso tienen derecho.
La valiente decisión de la juez argentina Servini, además de abrir una puerta a la esperanza para los represaliados y los familiares de las víctimas, es una sonora bofetada a tanta desidia interesada, tanta milonga sobre la conveniencia de no abrir la caja de los truenos del pasado y tanto desprecio a quienes tanto sufrieron. Deja al aire y expuestas al mundo las vergüenzas de la Justicia y de las instituciones de un país que, cuatro décadas después del retorno de la democracia, ha sido incapaz de exorcizar los demonios de su más negro pasado. Y mientras eso no ocurra, esa democracia seguirá incompleta.
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