Que no, que al rey ni se le ha pasado por su cabeza coronada la posibilidad de abdicar, renunciar, dejarlo todo y dedicarse a tiempo completo a la caza mayor y otros hobbies tal vez aún menos confesables, sin necesidad de tener que pedir disculpas por ellos. Eso es lo que dice la Casa Real, pero no es lo que se percibe, cada vez con más insistencia, en la calle y en las redes sociales. Dicen algunos que la abdicación está al caer y que en ciertas instancias ya se hacen los oportunos preparativos.
Los constitucionalistas, mientras, debaten sobre el particular sin ponerse de acuerdo, aunque eso ahora es lo de menos. Mecanismos hay para que Juan Carlos ceda la corona a un príncipe ya muy crecidito, que empieza a peinar canas y que aguarda aparentemente impasible a que su coronado padre le dé la alternativa antes de que se le pase definitivamente el arroz y tenga que terminar como Charles de Gales, dedicado al ecologismo y a las causas pérdidas. Dicen por su parte los chistosos que, como don Juan Carlos siga acudiendo con tanta frecuencia a los hospitales a operarse de sus dolencias de cadera, Ana Mato no tardará en aplicarnos un nuevo recorte con el que compensar a la famosa clínica privada en la que esta tarde vuelven a someter al monarca a una nueva cirugía.Y gracias que no se operó en Estados Unidos como al parecer era su deseo.
Los temerosos de la abdicación se proveen de toda clase de argumentos para desaconsejar abrir el melón: las tensiones territoriales con Cataluña, la situación económica y hasta la malhadada marca España. No lo dicen pero seguro que lo piensan: poner el país patas arriba con una abdicación real abriría de par en par las puertas al debate sobre la forma de Estado y podrían salir republicanos hasta desde debajo de las piedras y desde donde hasta ahora solo había juancarlistas.
No veo qué mal puede haber en ello y eso, sin entrar ahora en cómo accedió Juan Carlos a la jefatura del Estado, quién se encargó de colocarlo en esa alta magistratura y cómo se hurtó a los españoles la posibilidad de elegir entre monarquía y república. En una democracia que se dice moderna no debería de suscitar ningún temor debatir sobre lo humano y lo divino y, por supuesto, sobre si queremos que el Jefel Estado lo sea por gracia divina o elegido democráticamente en las urnas.
Pero más allá de ese debate, lo que ni unos ni otros pueden negar es que el rey ya no parece estar para muchos trotes, al menos como Jefe del Estado. Seguramente su real testa rige bastante bien pero su organismo no es eterno por mucho que esté regado por sangre azul: demacrado, apoyándose en unas muletas y, de añadidura, sitiado por sus propios errores, un yerno corrupto, una hija bajo sospecha de complicidad y, en suma, una monarquía en sus peores horas.
Entonces ¿por qué no abdicar si lo han hecho sus colegas de profesión en Holanda y Bélgica y hasta un papa de Roma? ¿Han caído las siete plagas de Egipto sobre holandeses y belgas? ¿Se ha posesionado el anticristo del Vaticano? ¿No sigue el mundo su agitado curso? ¿No considera la Casa Real, es decir, el rey, que darle paso a ese talludito príncipe suficientemente preparado llamado Felipe tal vez sea la última oportunidad de salvar la monarquía en España unos cuantos años más?
Dijo la reina consorte que un rey no abdica ni renuncia ni nada por el estilo: muere en la cama rodeado del equipo médico habitual. Si a eso sumamos que la Real Academia baraja la posibilidad de eliminar del diccionario el verbo “dimitir” dado su escaso uso en nuestro país, pueden entenderse las reticencias de Juan Carlos. Sin embargo, no valora este hombre su salud y el bien que se haría a sí mismo, a su hijo y a la monarquía si pidiera la jubilación, porque la pensión ya se la ha ganado.
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