Y hace bien en contar hasta tres antes de atacar a Siria. No redundaría en beneficio de su maltrecho prestigio nacional e internacional convertirse en el primer Premio Nobel de la Paz que ordena iniciar una guerra. Obama tiene dudas sobre lo que hacer en Siria y son comprensibles, todos las tenemos.
Duda del alcance y efectividad de un eventual ataque; duda de los rebeldes, amalgama de grupúsculos de todo tipo y condición con presencia contrastada de miembros de Al Qaeda; duda de sus esquivos aliados europeos y estos dudan de él, aunque algunos como Rajoy no duden en apuntarse a un bombardeo sin ni siquiera dar cuenta al parlamento de su país; duda del Congreso norteamericano y duda de sus compatriotas, no muy proclives a ver a Estados Unidos embarcado en otra aventura militar en el avispero de Oriente Medio. Bastante escaldados están ya con lo ocurrido en Irak y Afganistán como para meterse de coz y de hoz en otro conflicto en el que, como ocurre en todos los conflictos de este tipo, se sabe cuándo se entra pero no cuándo se sale.
Todo el mundo duda sobre si lo que más conviene en estos momentos es lanzar unos cuantos misiles sobre Damasco a modo de lección al régimen para que no se le vuelva a ocurrir gasear a su propio pueblo, aunque a la postre sea precisamente ese pueblo al que se dice proteger con la intervención militar el que termine pagando las consecuencias del ataque.
Nadie sabe muy bien qué hacer con El Asad y, por eso, Obama ha terminado aceptando la posibilidad de que Siria entregue su arsenal químico, una idea cazada al vuelo por Rusia y aceptada por Damasco después de haberla lanzado como sin querer el Secretario de Estado John Kerry. O tal vez fue queriendo con el fin de darle una oportunidad a Obama de que se lo piense un poco más.
Hasta ha aceptado el presidente esperar a que los inspectores de la ONU concluyan el informe sobre las muestras recogidas sobre el terreno aunque no aclararán quién empleó las armas químicas. Eso ya se encargaron de establecerlo los servicios secretos estadounidenses, británicos y franceses y concluyeron sin duda que fue El Asad.
Pero las dudas persisten: ¿cómo comprobar en un país que arde por los cuatro costados que el régimen entrega todo su arsenal químico, uno de los más grandes del mundo según diversas fuentes? ¿cómo transportarlo y destruirlo en condiciones de seguridad si hasta los inspectores de la ONU fueron impunemente tiroteados por francotiradores de no sabe bien qué bando? ¿cómo descartar la hipótesis de que aceptando esa opción El Asad no busca evitar el ataque y ganar tiempo para seguir masacrando a placer a su población?
Montañas de dudas para montañas de preguntas. Por eso Obama se piensa lo que hace una semana parecía tener meridianamente claro: había que darle una lección a El Asad. Y mientras duda y se lo piensa, obtiene un insólito protagonismo en el ámbito internacional el papa Francisco que apuesta por una salida negociada que no cause más dolor al pueblo sirio, una salida que todo un Premio Nobel de la Paz está obligado a explorar.
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