Un año han empleado los partidos políticos para ponerse de acuerdo sobre la Ley de Transparencia y no lo han conseguido. La norma se vota hoy en el Congreso de los Diputados y, previsiblemente, saldrá adelante con el voto en contra del PSOE, el principal partido de la oposición.
Era ésta una de las leyes estrella prometidas por Rajoy, pero ya se sabe lo que ocurre con las promesas del presidente: se convierten en lo contrario de lo que prometen. Esta ley llega además tarde, y no sólo por lo asombroso que resulta que se discuta sobre la obligada transparencia que debe presidir el comportamiento de personas e instituciones que se nutren de los impuestos cuarenta años después del retorno a la democracia.También porque durante el año que se ha demorado su tramitación, a pesar de las expectativas de mejorar el gobierno de la res pública con la que se presentó, se han ido destapando una tras otra no pocas sentinas de corrupción pública que bien merecería la situación que la ley se echara a la papelera y se empezara de cero.

Ejemplo diáfano de la opaca transparencia de la ley es que, a pesar de reconocer el derecho a la información, le impone un largo listado de restricciones que van desde la seguridad nacional al secreteo profesional pasando por la seguridad pública, la prevención, las garantías de los procesos judiciales o los intereses económicos y comerciales. En resumen, un derecho a la información lleno de pegas y restricciones que lo convierten en puro papel mojado sin contenido práctico y efectivo alguno.
El Gobierno se arroga también proponer al presidente del pomposo e “independiente” Consejo de Transparencia y Buen Gobierno, que supuestamente debe velar por el cumplimiento de la Ley de Transparencia: lo nombrará por mayoría el Congreso a propuesta del Ministerio de Hacienda y Administraciones Públicas. ¿Independiente? ¿De quién?
Más, qué Ley de Transparencia cabe esperar de un Gobierno cuyo presidente lleva meses guardando silencio contumaz y cómplice sobre el caso de corrupción más grave de la democracia.
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