La política
tiene a veces caprichosas maneras de hacer sus cálculos. Lo acabamos de ver en
las elecciones generales de ayer en el Reino Unido en donde la primera ministra
y candidata a seguir en el cargo, la muy conservadora Theresa May, ha ganado
las elecciones pero ha perdido la mayoría absoluta. Su rival, el desahuciado
líder laborista Jeremy Corbyn, ha resucitado de sus cenizas y ha conseguido un
resultado que, aunque muy lejos de la mayoría absoluta, supone un triunfo
incontestable para él y para su partido si nos atenemos a las previsiones.
Ahora se abre en el Reino Unido un periodo de incertidumbre política que,
salvando todas las distancias, recuerda mucho al que se vivió el año pasado en
España.
Eso incluye,
por supuesto, la posibilidad de nuevas elecciones si laboristas y conservadores
no logran nuclear en torno a sus respectivos partidos los apoyos suficientes
para formar gobierno. Los resultados electorales han arrojado lo que los
británicos llaman un “parlamento colgado” en el que ningún partido político
dispone de mayoría absoluta para gobernar en solitario. Así que sólo hay dos
opciones, o pactar para conseguirla o
atreverse a gobernar en minoría. Por cierto que, sobre esto, podrían May y
Corbyn preguntar a algunos políticos españoles sobre las ventajas y los
inconvenientes de una u otra fórmula.
“May y Corbyn podrían preguntar en España cómo gobernar con un parlamento colgado”
El asunto no
es menor porque este inesperado resultado se produce a menos de dos semanas de
que quien quiera que represente entonces al gobierno de su graciosa majestad se
siente en Bruselas con la Unión Europea para comenzar a darle forma al brexit.
May se las prometía muy felices pero ha metido bien la pata política. Cuando en
abril adelantó unas elecciones que no debían celebrarse hasta 2020, lo hizo con
la idea de aprovecharse de la extrema debilidad laborista para ganar por
goleada y ampliar su ajustada mayoría
absoluta. Pensaba, probablemente con razón, que eso le serviría de aval y
respaldo para mantener a raya a Bruselas. En su arrogancia llegó a amenazar con
abandonar las negociaciones si le parecía inaceptable lo que le exigiera la UE,
como si no hubiera sido ella y sobre todo su antecesor, David Cameron, los que
apostaron por el brexit.
En realidad,
el problema de la arrogancia conservadora y las meteduras de pata no son
privativas de May. Su antecesor Cameron ya la pifió bien a fondo cuando se sacó
de la manga el famoso referéndum sobre el brexit para chantajear a la UE y
terminó estrellándose contra su propia irresponsabilidad. De aquellos polvos
proceden estos lodos que abocan ahora al Reino Unido a la inestabilidad y a la
insignificancia política en el contexto europeo e incluso internacional. Pero
como, además, las desgracias nunca llegan solas, a la incertidumbre sobre el
brexit se unió un invitado en cierta
medida inesperado o que al menos se pensaba controlado. Los ataques terroristas
de las tres últimas semanas pusieron patas arriba la campaña e inevitablemente salieron
a relucir los recortes presupuestarios de la aspirante conservadora durante sus
más de siete años como ministra de Interior.
“May se las prometía muy felices y ha metido bien la pata política”
La
derechización de su discurso antiterrorista y la promesa incluso de derogar
leyes sobre derechos humanos han terminado volviéndose contra ella como un
boomerang. Todo esto, añadido al descontento de una buena parte de la sociedad
británica ante el aislamiento hacia el que se dirige el país como consecuencia
del brexit que los conservadores han convertido en su bandera, han puesto ahora
a May contra las cuerdas y a las puertas de la dimisión. Tal vez la ganadora y
perdedora al mismo tiempo de estas elecciones podría aplicarse a sí misma una
de las tantas frases atribuidas a su correligionario político Winston Churchill:
“A menudo me he tenido que comer mis palabras y he descubierto que es una dieta
equilibrada”.
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