Si algo muy bueno tiene
el vino cuando lo bendicen, algo muy malo tiene la llamada Ley de
Tasas Judiciales cuando jueces, fiscales, abogados, secretarios
judiciales, consumidores, sindicatos y oposición la rechazan de
plano. Y lo que tiene es, ante todo, que se trata de una ley injusta.
Dejando ahora al margen la castiza chapuza de poner en vigor una ley
sin contar con los instrumentos necesarios para aplicarla, las tasas
judiciales aprobadas a la carrera en una comisión del Congreso con
plena capacidad legislativa y sin escuchar a nadie representan un nuevo recorte en los
derechos fundamentales de los ciudadanos.
Aunque se tilde de
demagógico afirmar que esta ley consagra una Justicia para ricos y
otra para pobres, esa es la dura realidad: los que tengan dinero
suficiente podrán costearse los recursos ante las resoluciones de
los tribunales y, los que no, habrán de pasar por el turno de oficio
o desistir de reclamar sus derechos, tengan razón o no, algo que
nunca podrán llegar a comprobar. El principio de acceso universal
a la Justicia consagrado en la Constitución se ve claramente vulnerado si la
única manera que tiene una gran parte de la población de defender
los derechos que crea conculcados es pagar para ello. Una de las
justificaciones del ministro Ruiz Gallardón para impulsar una ley a
todas luces injusta por discriminatoria es que los españoles somos
unos forofos de las guerras judiciales, que pleiteamos por gusto o
por demorar de mala fe las decisiones de los jueces. La otra es que
es necesario que todos contribuyamos al sostenimiento económico de
la administración judicial, lo que suena y es en la práctica un
copago como el de la Sanidad, puesto que los españoles ya pagamos la
maquinaria jurídica con nuestros impuestos.
Si lo que se quiere es
racionalizar el
funcionamiento de la Justicia descargando de trabajo los atestados
juzgados, la solución no puede pasar por cercenar el derecho de
recurrir las resoluciones judiciales con las que no se esté de
acuerdo. Dotar de medios humanos y materiales a los juzgados, elevar
las cuantías de las condenas a costas cuando se demuestre la mala fe
del recurrente contumaz, corregir las disfunciones del aparato
judicial o potenciar la justicia reparativa o arbitral son algunas
alternativas que, lejos de conculcar el derecho constitucional a la
tutela judicial, lo reforzarían. Nada de esto se menciona en esta
Ley de Tasas Judiciales porque, en el fondo, lo que se busca es
sencillamente recaudar y vedar el acceso a la Justicia – pilar
básico del Estado social y de derecho - a una parte muy importante
de la población que con seguridad desistirá de reclamar sus
derechos si eso le va a salir más caro que no hacerlo.
Si
la Justicia española ha sido siempre objeto de crítica social por
cuestiones como su lentitud – justicia demorada es
justicia denegada – las tasas judiciales no hacen sino empeorar
esa percepción ciudadana. El ministro Ruiz Gallardón debería
aprovechar su propio chapuza, que le ha obligado a posponer varias
semanas el cobro efectivo de las tasas, para derogar esta ley y
consensuar un gran pacto social para mejorar de verdad la Justicia en
este país. Aún está a tiempo de no pasar a la historia como el
ministro que le puso precio al derecho constitucional a la Justicia
en igualdad de condiciones para todos. Porque la Justicia, o es de
todos y para todos, o no es Justicia.
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