Pasarse el día contando
kilovatios o anunciando brotes verdes en la economía son dos formas
igual de inútiles para acallar o intentar minimizar el estado de
cabreo general que vive España. Puede que la de ayer no haya sido la
huelga general con mayor seguimiento de la historia, un hecho en el
que hay que considerar factores como la imposibilidad de muchos
trabajadores de renunciar a un día de sueldo, el miedo a perder el
empleo si se secundaba la protesta o la indiferencia de los que aún
tienen empleo pero creen erróneamente que los problemas de este país
no les afectan o hacen suya la burda propaganda antisindical de la
derecha y sus terminales mediáticos o el mantra de que el país
no está para huelgas.
Hasta
puede admitirse que las multitudinarias manifestaciones que pusieron
el colofón a la huelga general de ayer en más de cien ciudades
españolas no hayan sido las más numerosas de la historia de este
país y que en ellas no participaron millones de personas, como dicen
los sindicatos, sino poco más de 800.000, como dice el Gobierno,
aunque a la vista de las imágenes de televisión todo hace indicar
que son los sindicatos los que están más cerca de la verdad.
Enredarse
en la cansina guerra de cifras no nos lleva muy lejos. Lo
esencial es comprender el sentido de las protestas de ayer en
España y en otros países de la Unión Europea contra las
políticas económicas de austeridad que hasta el
mismísimo FMI - ¡vivir para ver! -
considera contraproducentes. El Gobierno español y el resto de los
gobiernos europeos abonados a una austeridad fiscal antisocial y
empobrecedora de las clases medias y de los sectores de la población
más vulnerables cometerán una grave irresponsabilidad si siguen
haciendo oídos sordos al cabreo general que se respira a través de
protestas como la de ayer, fuera su incidencia mayor o menor.
El
propio Gobierno español admite el descontento social que están
provocando sus políticas económicas y, por eso, resulta cada vez
más frustrante que insista en que no hay alternativas y que hay que
seguir haciendo sacrificios, aunque el mismo tiempo intente dorarnos
la píldora con los alucinógenos brotes verdes. Todo esto lo hace
un Gobierno que obtuvo su legitimidad en las urnas engañando
descaradamente a los ciudadanos al prometer que no haría todo lo que
no ha tardado ni un año en hacer, lo que ha contribuido a hacer más
intenso el cabreo general.
Pecaran
también de cortos de vista el Gobierno y la maquinaria política e
institucional del Estado si no comprenden que el malestar social
contra la austeridad a machamartillo y la sordera política ante el
sufrimiento de la gente, algo que cualquiera con un mínimo de olfato
e información es capaz de detectar, puede acabar desbordando los
cauces democráticos convencionales con consecuencias imprevisibles.
El desafecto social hacia la política y los políticos no ha parado
de crecer desde el inicio de la crisis, lo que genera un caldo de
cultivo muy peligroso para la estabilidad del sistema democrático.
A
menudo algunos responsables públicos se llenan la boca alabando la
capacidad de sacrificio del pueblo español, insidioso argumento que,
como el de los brotes verdes, pretende convencernos para que sigamos
soportando sin rechistar nuestro propio empobrecimiento y la continúa
perdida de derechos y libertades. Sin embargo, que los españoles
demostremos cada día con creces que estamos dispuestos a apretarnos
el cinturón – aunque la mayoría muchísimo y una minoría
absolutamente nada - no debe llevar al Gobierno a creer que también
estamos dispuestos a ahorcarnos con él.
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