Durante el
nacionalcatolicismo franquista el carnaval se refugió en casinos y sociedades
privadas bajo el disfraz de fiestas de invierno. Cuando llegó la democracia
salió a la calle y recobró su esencia trangresora y liberadora, ajeno a
ataduras políticas y sociales.
Pero poco duró la alegría: alcaldes y
concejales, además de otros políticos que pasaban por allí, no tardaron en
detectar el filón e ir a por él. Poco a poco el carnaval se ha ido
convirtiendo en un espectáculo de cartón piedra lleno de extrañas adherencias y
pensado sólo para la televisión y para que los políticos de turno se dejen ver.
Pareja
a esta deriva han ido las murgas, esencia misma del carnaval, con letras, que
salvo honrosas excepciones, parecen más apropiadas para un mitin político y encima interpretadas en la mayoría de los casos en una
suerte de cacofonía ininteligible.
El carnaval ya no está tanto en la calle
como en los macroescenarios inspirados en los "temas" más peregrinos,
elegidos, eso sí, por rigurosa votación popular (como si los carnavaleros
necesitaran cada año que les digan de qué deben disfrazarse y como si el espíritu
del carnaval consistiera en ir todo el mundo disfrazado de lo mismo o parecido). Claro que los comercios que venden disfraces están encantados con la original idea de ponerle "tema" al carnaval.
Es cierto que aún quedan carnavaleros de los de verdad que ignoran este espectáculo
huero en el que ha derivado la fiesta y por el que encima hay que pagar en
muchos casos. Ellos son la última esperanza de rescatar el carnaval del control
político y devolverle la frescura y el carácter verdaderamente transgresor que nunca debimos
habernos dejado arrebatar.
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