No le ha ido mal a los
sindicatos en su primer pulso con el Gobierno a propósito de la reforma
laboral. De hecho, les ha ido mucho mejor que en las protestas convocadas
contra la reforma aprobada en su día por el Gobierno de José Luis Rodríguez
Zapatero.
Lo reconocen incluso los
medios más próximos al Ejecutivo de Mariano Rajoy que, no obstante, le piden al
presidente que desoiga lo que miles de ciudadanos pidieron ayer en las calles
de toda España: que una reforma de las relaciones laborales no puede sustanciarse
por la vía de ceder todo el poder a una de las partes, que hay que equilibrar
las fuerzas y que hay que ver a los trabajadores como elemento central de la
economía y no como simples peones que se cambian a placer o a capricho.
Dicen estos medios que la
verdadera voz de la calle es la de Mariano Rajoy, que para eso ganó las
elecciones por abrumadora mayoría y representa por tanto la voluntad popular.
Olvidan decir en cambio que Rajoy ganó esas elecciones en gran parte por los errores
continuados del PSOE y sin anunciar en su
programa electoral ni una sola de las medidas que está tomando una vez
instalado en La Moncloa.
Se les ha olvidado que Rajoy
dijo en el debate de investidura que no subiría los impuestos y fue lo primero
que hizo; olvidan también que Rajoy criticó que la reforma laboral de Zapatero
abaratara el despido y él lo ha abaratado mucho más.
Pero más allá de los
análisis pro domo sua de los medios que apoyan al Gobierno, lo que está sobre
la mesa es una nítida exigencia de rectificación y de búsqueda del equilibrio
en un marco de relaciones laborales que, es cierto, tiene que adaptarse a la
profunda crisis económica que vive el país. Ahora bien, esa situación no se
puede convertir en una coartada para eliminar de un plumazo a uno de los
agentes clave en ese marco laboral: los trabajadores.
Gobierno y sindicatos deben
sentarse a negociar una modificación de la reforma que no cargue todo el peso sobre la parte más débil de las relaciones laborales, como si fuera
ésta la causante de la crisis económica y no su principal víctima. Ese es el
reto que comparten ahora los sindicatos y el Gobierno.
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