Mis primeras noticias de Santiago Carrillo se las debo a Radio España Independiente, La Pirenaica, que los españoles escuchaban en el máximo secreto y muertos de miedo para intentar saber algo de lo que ocurría en el país en el que vivían. Franco la terminó diñando y los acontecimientos se precipitaron: Carrillo con peluca en la frontera, Carrillo detenido, su partido legalizado y sonoro ruido de sables en los cuarteles.
Superados aquellos primeros momentos convulsos y de máximo riesgo, empezó la Transición de la dictadura a la democracia y Carrillo se dejó muchas plumas de la identidad de su partido por el camino con tal de evitar que los españoles volvieran a matarse entre sí: reconoció la legitimidad de un Adolfo Suárez nombrado por el Rey al que a su vez nombró Franco y renunció a la bandera tricolor y a la república. Muchos se sintieron traicionados y no tardaron en darle la espalda, a lo que él mismo ayudó al no mostrar en el seno del partido la misma cintura política que fuera.
Llegó la Constitución en la que la contribución de Carrillo fue
esencial y llegaron las primeras elecciones democráticas en 40 años.
Ahí se sitúa otra imagen imborrable para mi de Carrillo: la del
líder comunista en un multitudinario mitin en el viejo Estadio
Insular de Las Palmas de Gran Canaria con la grada curva a reventar y
acompañado de algún dirigente del PCE en Canarias de cuyo nombre no
consigo acordarme. El
reducido grupo de amigos que nos habíamos atrevido a acudir –
apenas habían pasado tres años de la muerte de Franco – estábamos
conjurados para no hablarle a nadie, y menos a nuestras familias, de
nuestra escapada política; cuando llegamos nos pareció que había
el doble de maderos
de
los que realmente había y sospechábamos que la grada estaba plagada
de agentes de la secreta.
Luego vendrían las elecciones de 1982 y la mayoría de los españoles prefirió al PSOE de Felipe González en detrimento del PCE de Santiago Carrillo, que había llevado la mayor parte del peso de la lucha contra el franquismo dentro y fuera del país. El fracaso en las urnas le obligó a abandonar la secretaría general y el PCE inició un lento y largo declive similar al de otros partidos gemelos, que se aceleró tras la caída del muro de Berlín en 1989. Los tiempos estaban cambiando profundamente.
Carrillo acaba de dejar una España que poco tiene que ver con la que
se encontró al regresar después de 38 año de exilio. Entonces,
conceptos como voluntad de diálogo, acuerdos y pactos estaban
cargados de contenido: se buscaban sin descanso hasta que se
alcanzaban y así fue posible la transición a la democracia, con
todas las imperfecciones que se quieran enumerar ahora desde la
distancia y la tranquilidad que proporcionan ver aquellos hechos con
tanta perspectiva histórica; hoy, esos conceptos apenas llegan a la
categoría de catálogo de buenas intenciones para la galería y, tal vez por eso, los
políticos son hoy una de las principales preocupaciones de los
españoles.
Salvando las distancias y las circunstancias, si en la España de hoy
existiera sólo la mitad del convencimiento de que de las situaciones
más complicadas se puede salir por la vía del diálogo y el acuerdo
como se salió de la dictadura o de la crisis económica de entonces
a través de los Pactos de La Moncloa, las perspectivas para nuestro
país serían mucho más esperanzadoras. Carrillo vivió su larga e intensa vida como se fumó sus sempiternos
cigarrillos: hasta la última calada. Ahora que el último se ha
consumido casi entre sus dedos, se apaga también la vida de un
hombre que puso la reconciliación de los españoles por encima de
los intereses de su partido y que protagonizó en primera persona,
para lo malo y para lo bueno, casi un siglo de la historia de España.
Conviene tenerlo siempre muy presente en un país de tan corta
memoria histórica.
No hay comentarios:
Publicar un comentario