Las
lágrimas de dolor que hemos visto derramar al presidente de los
Estados Unidos y a las familias de las víctimas inocentes de una
nueva matanza en una escuela de Conneticut no bastan para poner fin a
la locura de las armas que reina en ese país. Son comprensibles,
humanas y reconfortantes para mitigar el dolor causado, pero no
sirven para atacar las causas últimas de una tragedia que se repite
con demasiada regularidad en un país en el que hay casi tantas armas
como habitantes.
Esas
causas van desde el feroz individualismo de la sociedad
norteamericana a su miedo incomprensible para quienes vemos la
tragedia desde lejos a un gobierno despótico, sin olvidarnos del
gran negocio que el acceso a las armas representa para la poderosa
industria que las fábrica y a cuyos intereses responden muchos
políticos tanto demócratas como republicanos y representa la
estúpida Asociación Nacional del Rifle.
El
derecho a poseer armas – reconocido en la propia Constitución -
está tan arraigado en los genes de la sociedad norteamericana que
cualquier intento de al menos restringir el acceso es tildado sin
falta y como poco de antiamericano,
uno de los insultos políticos más duros que puede dirigirse contra
un estadounidense. Miles de personas mueren todos los años en
Estados Unidos víctimas de homicidios, asesinatos y suicidios
gracias a la proliferación de armas de todo tipo en cuyo uso muchos
padres no dudan en familiarizar a sus hijos desde muy temprana edad.
Las
galerías de tiro y las ferias de armas son algo tan común en ese
país como en Europa los mercadillos de frutas y verduras o los
rastrillos: se exponen, se prueban, se rebajan y se venden como otra
mercancía cualquiera sin más exigencia legal que mostrar el carné
de conducir. Las armas – normalmente más de una – suelen
colocarse en cualquier lugar del domicilio, en un cajón de la
cocina, en la mesilla de noche, detrás de la puerta, al alcance de
cualquier miembro de la familia, incluidos menores con graves
problemas psicológicos o de sociabilidad como el autor de la masacre
del viernes.
En
definitiva, nada que no se haya vivido una y otra vez sin que nadie
se haya atrevido a ponerle coto. Sólo el presidente Bill Clinton se
atrevió en su día a restringir el acceso a las armas de asalto con
una suerte de moratoria que concluyó en 2004. Aquella iniciativa
recibió invectivas de todo tipo y pasó a la historia con más pena
que gloria.
Ahora,
Barak Obama ha dicho en dos ocasiones en menos de dos días que “hay
que hacer algo” para acabar con esta locura. No ha dicho
exactamente qué es lo que piensa hacer pero al menos abre una puerta
a la esperanza de que no se repitan los horrores del viernes. Falta
por saber si será capaz de resistir a las presiones en su contra de
quienes prefieren derramar lágrimas de cocodrilo ante estas
reiteradas tragedias y no hacer nada para evitarlas.
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