Siete días después de
las elecciones catalanas, la gobernabilidad de Cataluña sigue tan
complicada como era fácil de prever a la vista de los resultados de
las urnas y después de que Artur Mas se quedara, no sólo muy lejos
de la mayoría “excepcional” a la que aspiraba para esa incierta
huida hacia adelante que representa su proyecto soberanista, sino
con doce escaños menos.
No ha sido una sorpresa que ERC haya hecho valer su condición de segunda
fuerza política para imponer sus condiciones a Artur Mas, en cuyo gobierno no quiere participar aunque eso no le impedirá
condicionarlo fuertemente si le da su apoyo
para la investidura. Ya le ha exigido que no congele la consulta
soberanista y, al mismo tiempo, le ha advertido de que no respaldará
sus políticas neoliberales de más recortes sociales con los que Mas
pretende ahorrarse unos 4.000 millones de euros a costa de pedir
nuevos sacrificios a las clases medias y trabajadoras catalanas.
Para ese objetivo, Artur
Mas habría encontrado en el PP de Alicia Sánchez Camacho un socio
inmejorable, pero sus veleidades independentistas también le han
cerrado esa vía a cal y canto a pesar de que CiU no tuvo reparo
alguno en apoyar la Ley de Estabilidad Presupuestaria del PP en el
Congreso.
El PSC, la otra fuerza
política con la que Mas podía haber llegado a un acuerdo de
gobernabilidad también le ha dicho que no. Buenos están los
socialistas catalanes como para implicarse en un gobierno con su
eterno rival político, después de haberse dejado también 8 escaños
en la cita electoral del 25N. Eso, unido al nuevo caso de presunta
corrupción que salpica a su número dos, habría sido el suicidio
político definitivo del PSC.
Este complejo escenario
no es otra cosa que el resultado directo de uno de los más
clamorosos errores de cálculo político de cuantos se han cometido
en la etapa democrática de nuestro país: pensar que las miles de
personas que se manifestaron en la Diada reclamaban
al unísono la independencia de Cataluña y no meditarlo dos veces
antes de subirse a la ola soberanista, convencido de que era la mejor
manera de correr un tupido velo sobre las duras políticas de ajustes
y recortes puestas en marcha.
Sin embargo, Artur Mas
sigue sin reconocer ese error -¿cuándo reconocerá un político en
este país haber metido la pata y obrará en consecuencia? – e
insiste en que hizo lo correcto aunque el resultado haya sido un
verdadero desastre para su fuerza política y para la estabilidad
política de Cataluña. Aunque con la boca pequeña, sí lo ha hecho
en cambio Duran i Lleida, a lo que se ve, mucho más sensato y
sincero que su socio político.
Son pocas las salidas que
le quedan a Artur Mas después de su fracasado envite soberanista.
Una – y parece que es por esa por la que apuesta, a pesar de todo -
liderar un gobierno en minoría que tendrá que caminar por la cuerda
floja de la inestabilidad política y vivir permanentemente sentado
en la mesa negociadora. La otra, dimitir por su fracaso ante las
urnas y dejar paso libre a alguien con el perfil adecuado para
recomponer en la medida de lo posible el estropicio que la
precipitada convocatoria electoral ha provocado. Y ni aún así
estaría garantizada la estabilidad, pero al menos enviaría a la
sociedad un mensaje claro de que las incoherencias y el aventurerismo
político tienen un precio que hay que pagar.
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