En un país cuyo presidente de gobierno despacha con un eso ya tal las graves salpicaduras de corrupción política que manchan su buen nombre y el de la institución que preside, a nadie debería de sorprenderle demasiado que el nuevo presidente del Tribunal Constitucional haya sido un militante de carné y religiosa cuota anual del partido en el poder. Si durante su militancia política en paralelo a su alta responsabilidad judicial han pasado por sus manos asuntos que tienen que ver con derechos fundamentales de los ciudadanos impulsados por ese mismo partido, eso ya tal.
Que la Constitución deje meridianamente claro que un magistrado no puede ser afiliado a ningún partido político, eso ya tal. Que en los estatutos del partido en el que militó emboscado mientras firmaba sentencias que afectaban a todos los ciudadanos figure claramente que debe acatar y respetar su ideario ideológico, sus estatutos, reglamentos y jerarquías, eso ya tal.
Que fuera aupado al Tribunal Constitucional primero como magistrado y hace poco como presidente por el partido de sus amores, eso ya tal. Que su flagrante incumplimiento de lo que establece la Constitución haya arrojado un baldón difícil de borrar para una de las más altas magistraturas del país, eso ya tal. Que Francisco Pérez de los Cobos no tenga la más mínima intención de dimitir o que el vocero de guardia en el PP, Esteban González Pons, confunda el tocino con la velocidad y diga que “a ver si ya no se va a poder ni votar a su partido en este país”, también eso ya tal.
Que a los ciudadanos nos produzca bochorno y vergüenza ajena que las instituciones ideadas para garantizar la constitucionalidad de las leyes y los derechos fundamentales sean una mera extensión del largo brazo corrupto del poder, eso ya tal. Que Montesquieu fuera enterrado hace años por Alfonso Guerra y la separación de poderes en España haya devenido en una mohosa antigualla política, eso ya tal.
Y no es que los españoles de a pie seamos tan ingenuos como para suponer que todos los jueces de este país son seres angelicales e imparciales que solo se guían por esa señora con los ojos vendados y la balanza perfectamente equilibrada. Sabemos por experiencia que los hay que inclinan un poco la balanza y le levantan la venda a la dama para atinar mejor con sus autos y sentencias. No digo que sean todos ni mucho menos la mayoría, pero los hay y desgraciadamente ya lo tenemos asumido en España.
Nada tiene en principio de negativo ni censurable que un juez, como cualquier otro ciudadano, tenga sus preferencias ideológicas y vote por quién estime más conveniente, algo en lo que ni la Constitución ni ninguna otra norma puede entrar. Cosa distinta es que le puedan sus querencias política a la hora de tomar decisiones que afecten a la vida, a los derechos, a los deberes o a la hacienda de los ciudadanos.
Ahora bien, las sospechas de parcialidad en las decisiones de algunos jueces tienden a convertirse en certezas cuando el juez en cuestión milita con todas sus consecuencias en un partido político. Dijo Sócrates que las cuatro virtudes de un juez son escuchar costésmente, responder sabiamente, ponderar prudentemente y decidir imparcialmente. De dimitir en un país como España ni hablamos: eso ya tal.
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