El Gobierno de un país en el que 17 inocentes mueren tiroteados en
una escuela y el presidente se limita a lamentarlo en las redes sociales, es un
gobierno indigno con su máximo responsable en la cúspide de la indignidad. La sociedad
de un país que no se pone en pie cuando un chaval de 19 años puede disponer con
relativa facilidad de un arma de fuego semiautomática y causar una masacre a la
salida de una escuela, es una sociedad enferma. Si los Estados Unidos no
estuvieran gobernados por un gobierno indigno presidido por un presidente más
indigno aún, lo ocurrido ayer en una escuela de Florida tendría que haber
provocado un compromiso inmediato de poner los medios para evitar hasta donde
sea posible que algo así ocurra otra vez. Si la inmensa mayoría de la sociedad
estadounidense no estuviera enferma del virus de las armas y en verdad valorara la vida humana, una ola de protesta se habría levantado ya en muchos
estados de la Unión para exigir el fin de
estas masacres convertidas en rutinario espectáculo televisivo. Pero ni
el actual ni los anteriores gobiernos de Estados Unidos han tenido lo que se
necesita para frenar estas carnicerías: dignidad y valentía para hacer frente
al poderoso lobby de las armas y establecer un control mucho más férreo sobre
su uso y tenencia. Ni Trump ni Obama ni Bush ni Clinton ni Reagan: ninguno de
ellos ni de sus antecesores han hecho otra cosa que lamentarse y condolerse a
cada nueva matanza.
Desde este punto de vista, todos ellos han sido presidentes
indignos por incumplir una de las obligaciones inherentes al gobierno de
cualquier estado democrático que se precie: garantizar hasta donde sea humana y
técnicamente posible la vida de sus ciudadanos. Clinton se atrevió en su día a
restringir el acceso a las armas de asalto con una especie de moratoria que
concluyó en 2004 y que recibió más críticas que apoyos. También Obama lo
intentó en 2015 a raíz de la matanza en otra escuela, en aquella ocasión en Conneticut, en la que
murieron 20 niños y 6 adultos. También él tardó poco en desistir ante el poder de los defensores de las armas y el
convencimiento de una gran parte de la sociedad americana de que tener una
pistola o un rifle en el cajón de la cómoda o detrás de la puerta de la cocina
te hace más libre frente a las injerencias del Gobierno o frente a quien invada
tu propiedad sin permiso.
Cuando el acceso a las armas es relativamente
tan sencillo como en Estados Unidos, a nadie puede extrañarle que dispongan de
ellas no sólo las honradas familias sino también personas desquiciadas con cuentas
atrasadas en su empresa o en su colegio por un maltrato real o imaginario y las
empleen para cobrárselas. Ese primitivo atavismo del pueblo norteamericano en
relación con la posesión privada de armas de fuego, reflejado incluso en su
Constitución como un derecho, ha costado ya demasiadas vidas inocentes como
para conformarse con derramar unas cuantas lágrimas y cruzar los dedos para que
algo igual no vuelva a pasar en mucho tiempo. ¿Cuántas víctimas inocentes más
deben caer para que el Gobierno del país más poderoso de la tierra le ponga
coto por fin a la barbarie de la adoración a las armas de fuego? Por desgracia,
me temo que muchas más.
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