El próximo 8
de marzo es el Día Internacional de la Mujer, en tiempos llamado Día
Internacional de la Mujer Trabajadora. Con tal motivo se ha convocado una
huelga de mujeres en unos 150 países de todo el mundo. Se trata de un
acontecimiento inédito, tanto por el número de países en los que se va a
desarrollar como, sobre todo, por el hecho de que sea solo de mujeres. Entre
las principales reivindicaciones figura el rechazo a la discriminación salarial
que sufren las mujeres con respecto a los hombres. Se mire por donde se mire,
la práctica en cuestión supone una flagrante discriminación social por cuanto no
hay razones objetivas que la sustenten: a igual trabajo el salario debe ser
igual y nada puede oponerse a ese principio básico y democrático. España es un caso flagrante de discriminación
salarial de las mujeres, con una de las brechas más anchas de la Unión Europea:
el salario bruto de un hombre en España ronda los 2.000 euros y el de la mujer
no llega a los 1.700; las trabajadoras que ganan menos de 1.000 euros al mes
son el doble que los hombres en la misma situación porque son ellas las que
ocupan los empleos peor retribuidos. Esa realidad es objetiva y tangible por
más que Rajoy prefiera escurrir el bulto o su ministra de Empleo diga que nunca
antes había sido tan corta la discriminación.
Sin embargo, hay algo en la
convocatoria del 8 de marzo que me chirría. Puede que sea el hecho de que las
convocadas a protestar sean sólo y exclusivamente las mujeres. Pareciera como
si fuera una huelga contra los hombres, en cuyo caso me parece un completo
error por cuanto desvía el tiro contra las estructuras sociales y económicas
responsables de la discriminación salarial. Si este problema tiene solución,
que no me cabe la menor duda de que la tiene, deben buscarla conjuntamente
mujeres y hombres y no las primeras contra los segundos. Puede que lo que me
chirríe también sea el discurso fundamentalista de determinadas organizaciones
feministas que tienden a ver patriarcado y machismo por todas partes y en todos
los hombres. Quienes así piensan y actúan se hacen un flaco favor a sí mismas y
se lo hacen a la causa de la igualdad social y salarial. Concebir la lucha por
los derechos de la mujer como una pelea a cara de perro entre mujeres y hombres
– y viceversa – es la coartada perfecta para el inmovilismo de quienes
prefieren que las cosas sigan exactamente igual: divide y vencerás, decían los
latinos. Este tipo de feminismo de tintes excluyentes desprecia el hecho de que
son mayoría los hombres – de eso tampoco me cabe la menor duda – que apoyan de
buen grado la exigencia de que se acabe con la discrminación salarial de las
mujeres con respecto a ellos.
No me llama la atención ni me sorprende que la
derecha desdeñe la protesta y hasta la tilde de “elitista”, como ha hecho la
ministra de Sanidad. Lo que sí me sorprende es que la izquierda nominal de este
país y los sindicatos mayoritarios se hayan alineado de manera acrítica con una
huelga de cuya participación las convocantes no dudan en excluir expresamente a la mitad de
la población. El argumento para esa exclusión - decir que se quiere subrayar la visibilidad de la mujer como víctima de la discriminación salarial - me resulta pueril y falaz. Sospecho que los partidos de izquierda, una vez amortajada y enterrada la lucha de clases y a falta de proyecto político que oponer a la derecha, no tienen ya otra salida que sumarse a las protestas sectoriales
de mujeres, pensionistas, investigadores en precario, estudiantes o policías pidiendo
aumentos salariales. Convertir la huelga del 8 de marzo en un acontecimiento
mundial que marque un hito histórico en la lucha contra la discriminación
salarial, dependerá de que quienes promueven la protesta sean capaces de
convertir a los hombres en cómplices de su justa reivindicación y no en
enemigos a batir. Por decirlo en lenguaje políticamente correcto, esta es una lucha de todas y de todos.
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