"La era de la democracia de partidos ha pasado". Así de contundente y taxativo comienza Peter Mair su libro
"Gobernando el vacío. La banalización de la democracia occidental", (Alianza, 2015). A pesar de que se publicó hace ya tres años, estamos ante una obra que lejos de perder vigencia la ha ganado. En opinión de P. Mair,
aunque los partidos permanecen, se han desconectado hasta tal punto de la sociedad y están tan empeñados en una clase de competición que es tan carente de sentido, que no parecen capaces de ser soportes de la democracia. Incide el autor en la creciente devaluación del demos ante una idea de la democracia en la que el componente popular se vuelve irrelevante y hasta superfluo. De esa idea es buen ejemplo la corriente de pensamiento partidaria de poner las decisiones importantes en manos de expertos que no rinden cuentas para evitar que las tomen políticos urgidos por los ciclos electorales.
La lógica reacción de los ciudadanos es la desafección, la indiferencia e incluso la hostilidad frente a los partidos. Mair considera significativo que
la actual literatura política se preocupe mucho menos de cómo reducir esa brecha que de acomodar la democracia a la falta de interés ciudadano, dando así por irrecuperable la debilidad del demos como base esencial de la democracia tal y como la seguimos concibiendo en la actualidad. Para Mair es posible concebir una democracia sin partidos, solo que sería una democracia de mínimos en la que el demos ya no desempeñaría ninguna función relevante.
Participación y afiliación a la baja
Pruebas evidente del alejamiento entre ciudadanos y partidos son el continuo descenso de la participación en las elecciones y del número de afiliados. Y es a través de esa brecha - dice Mair - por la que se cuelan los populismos de diverso signo.
Síntoma también de la distancia que separa al demos de los partidos es la volatilidad del voto, lo que además hace cada vez más inciertas las predicciones electorales. Esto significa que, como consecuencia de los cambios sociales de las últimas décadas, cada vez es más frecuente que los electores cambien el sentido de su voto de unas elecciones a otras.
Esa actitud pone de manifiesto una caída de la lealtad partidaria y del número de electores que se identifican solo con unas siglas concretas. Todo lo cual se completa con la posición de muchos electores que no deciden su voto hasta el momento mismo de votar, complicando más si cabe las predicciones sobre el comportamiento electoral. En opinión de Peter Mair,
"cuando la política se convierte en un entretenimiento para los espectadores es difícil mantener partidos fuertes. Cuando la competencia entre partidos apenas tiene consecuencias para la toma de decisiones, solo cabe esperar que derive hacia el teatro y el espectáculo". (pág. 60)
Todos los partidos son iguales
Esta frase tantas veces escuchada en la calle no estaría exenta de verdad para Peter Mair. La política actual es cada vez menos partidista, aunque las apariencias puedan hacer creer lo contrario. Lo cierto es que
se extiende la indiferenciación entre los partidos, al menos por lo que se refiere a las decisiones de gran calado y alcance para los ciudadanos. Se trata de un proceso muy vinculado a la globalización en el que los gobiernos y, consecuentemente, los partidos políticos han visto drásticamente recortada su autonomía política. Véanse, por ejemplo, las presiones de los mercados financieros en favor de la eliminación de regulaciones ante las que los partidos socialdemócratas siempre habían sido más resistentes que los conservadores y liberales.
Esa resistencia, sin embargo, ya ha quedado atrás puesto que tanto unos como otros suelen ceder con parecida celeridad. Esto conduce a que "los partidos políticos de las democracias industriales avanzadas cada vez tienen más dificultades para mantener identidades diferenciadas". Lo cual, unido al retroceso del llamado voto de clase, ha dado paso a
partidos "atrapalotodo" que buscan votos en todos los caladeros electorales posibles. De ahí - dice Mair - que la actual competición política se distinga por la "pugna por eslóganes socialmente inclusivos a fin de obtener el apoyo de electorados socialmente amorfos". Con líderes políticos de los que se valora ante todo su capacidad mediática para conectar con electorados de base social lo más amplia posible y una decreciente competencia entre izquierda y derecha, retrocede también el modelo de gobierno de partidos responsables.
Adiós a los partidos de masas
De los viejos partidos de masas que nacieron y crecieron en el siglo XX queda más bien poco, empezando por la caída de la militancia y unas bases sociales cada menos definidas. Con la implantación de partidos "atrapalotodo" que tienden a alejarse de la calle y a refugiarse en las instituciones, también se alteran las funciones tradicionales de las fuerzas políticas.
Una de ellas era trasladar las demandas sociales a los núcleos del poder, un papel que interpretan ahora organizaciones y movimientos sociales de todo tipo que son los que han terminado estableciendo la agenda política.
Es, además, de esas mismas instituciones en las que tienden a refugiarse los partidos de las que depende su propia subsistencia económica a través de las subvenciones que compensan el retroceso del número de militantes. Para Mair, a la vista de este panorama la única función que mantienen aún los partidos es la del clientelismo y la organización del parlamento y el gobierno. El resultado de todo lo anterior es que
"los ciudadanos dejan de se participantes para ser espectadores mientras las élites ocupan un espacio cada vez mayor en el que perseguir sus intereses particulares". Se trataría en definitiva de que
"los ciudadanos se quedan en casa mientras los partidos se encargan del gobierno". (pág. 107)
Los partidos en la UE
La UE es para Mair el paradigma de las transformaciones que han sufrido los partidos políticos. En el club comunitario ve el autor el espacio para el refugio de unos partidos y unos dirigentes alérgicos a rendir cuentas. Es en ese ámbito en el que se aprecia con más claridad la escasa competencia entre partidos como pone de relieve que, tanto cuando se trata de aceptar o de rechazar instrucciones comunitarias, la decisión suele contar con el respaldo unánime de los partidos mayoritarios. A
quí es pertinente recordar el acuerdo que con nocturnidad y alevosía alcanzaron en España el PP y el PSOE para reformar la Constitución, cumpliendo instrucciones emanadas en primera instancia de los mercados financieros. El ciudadano, mientras, observa que las decisiones relevantes se adoptan en lejanas instituciones no elegidas democráticamente y liberadas de rendir cuentas. A nadie debería extrañar que la participación en las elecciones al Parlamento Europeo sea tan baja contagiando, además, la participación en las elecciones nacionales.
Mair cuestiona que se pueda hablar de una Unión Europea democrática en tanto no hay demos definido. En esto coincide con Daniel Innerarity, aunque pare éste politólogo eso ni siquiera es relevante ya que esa carencia la puede suplir una red institucional que se ocupe de los asuntos a los que ya no pueden hacer frente los estados nacionales de manera individual.
Mair sí considera esencial la existencia de un demos para que la UE pueda adquirir el marchamo democrático del que ahora carece. Para nuestro autor, la UE es una suerte de "estado regulador" o sistema político al que apenas se puede acceder por las vías y con los medios habituales en una democracia convencional. A su juicio, esta UE se ha construido de esta y no de otra manera por la sencilla razón de que la democracia convencional ya no es operativa ya que, si lo fuera, no hubiera sido necesaria la UE. De manera que la
UE podría entenderse como una respuesta a la creciente incapacidad de la propia democracia popular para hacer frente a problemas que escapan a la capacidad de decisión de los estados.
Conclusión
El libro de Peter Mair, al margen de alguna que otra exageración en sus planteamientos, es una reflexión relevante sobre la función de los partidos políticos en la democracia actual y sobre el futuro de la democracia misma. Es evidente que
los partidos, piezas clave de esa democracia, han mutado en organizaciones divorciadas de unos ciudadanos que les pagan con la misma moneda. La cuestión es cómo revertir la situación y acortar la brecha y para eso el populismo no parece la mejor de las alternativas.
¿Seguiría habiendo democracia si los partidos terminaran convertidos en meros gestores de la agenda institucional, sin apenas contacto con la calle salvo en periodos electorales y a través de medios de comunicación y redes sociales? ¿se podría seguir hablando de democracia si continúa bajando la participación electoral y la afiliación? ¿en una democracia así a quiénes representarían los partidos? ¿estamos ya de camino a un sistema más tecnocrático que democrático e incluso hemos llegado ya a él? Pocas respuestas hay de momento para estas y otras muchas preguntas que suscita la lectura del libro de Mair aunque al menos una sí parece evidente: la democracia de partidos está dejando de ser cómo la hemos conocido y está evolucionando hacia un sistema cuyas características centrales aparecen aún muy borrosas.