España es un
país paralizado y en expectativa de destino. Tres fuerzas independentistas catalanas,
que se parecen ideológicamente entre sí como la noche y el día y que ni siquiera representan a la mayoría de los catalanes, tienen rehén de
sus piruetas a todo un Gobierno y a todo un país. La última la hemos visto hoy
mismo: la decisión del presidente del Parlamento catalán de aplazar sine die el
pleno de investidura de Puigdemont es una nueva huida hacia adelante para
seguir generando tensión con el estado. Me es indiferente si forma parte de un
plan milimétricamente delineado u obedece simplemente
a un nuevo regateo a la legalidad. Lo cierto es que lo que ha hecho hoy Torrent
es demorar un poco más la salida a la crisis política catalana, en la que
quienes menos importan son los catalanes. Y no me cabe la más mínima duda de que lo ha hecho perfectamente consciente de ello porque es de la confrontación con
el Gobierno de lo que se alimenta el independentismo. Puigdemont tiene tantas
posibilidades de ser presidente de la Generalitat como yo de proclamarme campeón
olímpico de los cien metros lisos. Su situación judicial le inhabilita para
asumir esa responsabilidad. Eso lo saben perfectamente los independentistas
quienes, en lugar de proponer un candidato alternativo, insisten en el ex
presidente para forzar la maquinaria del Estado y poder presentarse ante la
opinión pública como víctimas de un Gobierno insensible y antidemocrático. No
hay más, por muchas vueltas que se le dé a este insufrible culebrón por
entregas. Y, a decir verdad, ganan la batalla estratégica frente a un Gobierno
que actúa de manera errática.
Aún estamos esperando a que Rajoy nos explique la
razón por la que el miércoles pasado no se iba a impugnar la candidatura de
Puigdemont y al día siguiente por la mañana la vicepresidenta Sáenz de
Santamaría anunciaba todo lo contrario. Menos mal que llegó el Constitucional y
salvó los muebles con una decisión que hay que coger con alfileres pero que
permitió una salida airosa a un Gobierno que solo unas horas antes había
recibido un sonoro bofetón del Consejo de Estado por proponer impugnar algo que
no se había producido. Y así todo, de manera que, en estos momentos, el Gobierno
solo piensa en Cataluña y en cómo responder a la próxima boutade de Puigdemont y los suyos.
Insistir en la legalidad y el orden constitucional es irrenunciable para el estado pero no basta para poner fin a este sainete político y jurídico. Falta
iniciativa política para romper la inercia actual y, sin violentar el orden
constitucional, buscar salidas pactadas. Lo que parece claro es que apelar
todos los días a los independentistas para que respeten la Constitución solo
conduce al hartazgo de los ciudadanos. Ya sabemos que Rajoy es un maestro del
inmovilismo y, en parte, la situación actual es deudora de esa forma de
entender la acción política. En todo caso, el Gobierno no puede seguir
escudándose en la crisis catalana para no cumplir con sus obligaciones
constitucionales. La primera y más perentoria, presentar un proyecto de
presupuestos para este año en vez de empezar a insinuar – como ha
hecho Montoro – que igual no hay más remedio que seguir todo el año con los de
2017. Su minoría parlamentaria no puede ser otra excusa para no hacer nada sino
un acicate para buscar los acuerdos necesarios que le permitan gobernar, tal y
como prometió en su investidura. Los españoles no se merecen un Gobierno que no
gobierna, sino que se limita a administrar su propia parálisis.
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