Dentro de poco
– el 17 de este mes - hará exactamente
un año desde que se reunieron en el Senado los presidentes de las comunidades
autónomas con el del Gobierno central para tratar de cuestiones como la
financiación de los servicios públicos, las pensiones, la educación o la
violencia de género. Y cito solo algunos de los asuntos del abultado orden del
día de un encuentro rodeado de una parafernalia mediática que sirvió a Rajoy
y a su Gobierno para presentarse como hombre de diálogo y consenso por encima diferencias políticas. Pareció por momentos que el presidente concedía a
sus colegas autonómicos la gracia de su presencia y el don de sus ideas, como
si no fuera de suyo obligatorio que el jefe del Ejecutivo estatal se reúna al
menos una vez al año con los máximos responsables públicos de cada región,
nación o nacionalidad. En aquella ocasión hacía ya cinco años que Rajoy no tenía
el detalle de escuchar a quienes dirigen la política de las comunidades
autónomas reuniéndolos a todos en un foro común. Pero más allá del postureo
propio y casi inevitable de ese tipo de encuentros, con desayuno oficial y
presencial real incluidos, lo que importaba aquel día era el resultado. Éste,
sin ser espléndido tampoco fue malo del todo, al menos sobre el papel. Pero había
que pasar de las buenas intenciones a los hechos para poner en práctica los
acuerdos alcanzados en una cámara alta que por fin – se decía entonces –
cumplía la función de representación territorial que le encomienda la
Constitución. Sin embargo, fue esa misma cámara, en la que no estuvieron aquel
día ni el hoy huido Carles Puigdemont ni el vasco Urkullu, la que pasando no
mucho tiempo suspendió la autonomía catalana en virtud del controvertido
artículo 155. Paradojas de la política o justicia poética con un órgano
representativo que, o se reforma para que cumpla los fines que le son propios,
o debería desaparecer, aunque ese es otro debate.
Lo cierto es que, casi un año después, la
cosecha es muy pobre. Aún teniendo en cuenta la enquistada crisis catalana y
sus efectos paralizadores sobre la vida política nacional y atendiendo, además,
a la minoría parlamentaria del PP, el balance tiende al cero. Sirva como
ejemplo que la comisión creada para estudiar la financiación autonómica elevó
un informe al Gobierno que este ha reenviado a las autonomías pero sin hacer
ninguna propuesta concreta a día de hoy de cómo piensa afrontar los
desequilibrios de un sistema que perjudica a comunidades como Canarias. De la caótica situación de la financiación autonómica da buena cuenta la última ocurrencia de Montoro: meter la tijera en las entregas a cuenta de la financiación de este año con el argumento de que no se han podido aprobar unos presupuestos estatales nuevos. Dicho en plata: o el PSOE le apoya las cuentas a Rajoy o las autonomías sudarán tinta este año para sostener los servicios públicos. En
cuanto a los pactos de estado que se acordaron en la reunión sólo ha visto la
luz el de lucha contra la violencia de género - pacto de mínimos y a expensas de
financiación – y están pendientes el de educación o la reforma del sistema de
pensiones. Demasiado poco para tantas buenas intenciones como se expresaron en un
encuentro que, supuestamente, iba a marcar un hito en las relaciones entre el
Gobierno del estado y de las comunidades autónomas. Nada ha cambiado tampoco en
ese sentido ya que los pleitos
constitucionales entre Madrid y las autonomías siguen presidiendo buena parte
de unas relaciones a las que les falta fluidez y le sobra cálculo y
tácticismo político de muy corto plazo. Y no son los partidos o los gobiernos
los que sufren las consecuencias de que asuntos trascendentales sigan
empantanados por falta de voluntad y altura de miras. Los perjudicados son los
españoles que asisten hastiados al espectáculo de los tiras y aflojas entre el
poder central y el periférico previo paso por las sedes generales de las
respectivas fuerzas políticas.
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