Ya están aquí,
sin falta, los carnavales de 2018. Miento, llegaron en forma de andamios y
escenarios antes de que pasaran los Reyes Magos a dejar carbón o regalos. ¡Qué
digo antes de que pasaran los Reyes Magos: empezaron cuando a falta de poco para el
verano del año pasado ya se sabía urbi et orbi de qué debían ir disfrazadas las
mascaritas este año! Esto, por tanto, no ha hecho más que continuar. Ya tenemos
en marcha las tropecientes fases de los concursos de murgas infantiles y dentro
de poco arrancarán las adultas. En paralelo, asistimos también a glamurosas
presentaciones de “reinas” y “reinonas”, bien escoltadas siempre por alcaldes y
concejales/as de la cosa de las carnestolendas. En los periódicos, radios y
televisiones empiezan a desfilar chicas y chicos – o viceversa – ilusionadas/os
con la posibilidad de reinar en el carnaval, su sueño vital desde que todos/as
y cada uno/a de ellos/as tienen uso de razón. Los diseñadores/as hacen su
agosto en pleno invierno y lucen sus “creaciones” para que presuman sobre las
tablas las “niñas” y los “niños” llamados al estrellato de don Carnal. Después vendrán las comparsas infantiles y
adultas, las galas para elegir a la
reina de los mayores, los concursos de maquillaje corporal y las mascotas
disfrazadas, la cabalgata, el coso y el entierro de la sardina. Seguramente me
dejo varias cosas en el tintero. A todo eso debemos añadir las mil y una variables
locales ya que, tratándose del carnaval, no hay concejalía o alcalde que se
precie que no quiera destacar por algún acto original que diferencie a su pueblo
del resto y atraiga visitantes.
Hablar hoy de carnaval en Canarias es hacerlo
de una fiesta tan o más larga que un día sin pan y que, a la postre, termina produciendo
un empacho de concursos, ceremonias, galas y desfiles que sólo los cuerpos
serranos pueden sobrellevar con garbo y salero. De aquellos carnavales que
comenzaban el domingo anterior a la Cuaresma y terminaban el Martes de Carnaval,
víspera del Miércoles de Ceniza, apenas se acuerdan los más viejos del lugar.
Hoy, el espectacular negocio turístico y comercial que rodea la fiesta, obliga a
los ayuntamientos a elaborar
interminables programaciones que se extienden hasta un mes y más, sin contar
los prolegómenos. Programación que aprovechan alcaldes, concejales y políticos
en general para las infalibles recepciones de candidatas, ruedas de prensa por las cuestiones más triviales, visitas a escenarios
y recorridos por sedes de murgas y comparsas. Todo, por supuesto, convenientemente
reflejado a través de los medios y conservado para la posteridad en archivos de
audio e imagen, no vayan a perderse testimonios históricos tan valiosos. Como comenté hace unos días en otro post, una vez hayamos dicho
adiós al carnaval se impondrá descansar y para eso – a Dios gracias – tenemos la
Semana Santa al alcance de la mano. ¡Qué sería de nosotros si después del
agotador ajetreo que supone un mes largo de carnavales no pudiésemos disfrutar
de un merecido y relajado descanso!. Y a la vuelta, a convocar el concurso
popular sobre el “motivo” del carnaval siguiente, algo que se ha convertido en
una tradición tan arraigada como las tortillas y las truchas. Aunque, dicho sea
de paso, a ver cuándo se anima y nos pregunta el ayuntamiento qué nos parece
que suba la contribución o el impuesto de circulación o los sueldos de los concejales. Sobre todo para variar y
para que la tan alabada participación ciudadana sirva para algo más que para
decidir si el año que viene debemos disfrazarnos de romanos, de indios o de
tontos de capirote. Efectivamente, cada vez me convenzo más de que es una
suerte vivir aquí, en donde todo el año es Carnaval.
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