Al menos que yo recuerde,
ésta es la primera vez que una administración pública le pone
números a la economía sumergida, que por su propia definición
y características no es fácil de cuantificar. La Dirección General
de Trabajo del Gobierno de Canarias acaba de reconocer públicamente
que en el Archipiélago existen unos 125.000 trabajos “sumergidos”,
esto es, no regularizados. Si es cierta, la cifra espanta porque
supone el 43% de los trabajadores en paro inscritos en las oficinas
públicas de empleo de la comunidad autónoma, que ascienden a casi
289.000 personas.
No olvidemos, sin
embargo, que las cifras de la Encuesta de Población Activa (EPA )
que conocíamos el pasado viernes colocan el número total de
desempleados en el Archipiélago en 378.000 personas, casi 100.000
más que las que han confiado en los servicios de la administración
pública para encontrar un trabajo. Quiere ello decir, que a esos
125.000 trabajos no declarados hay que añadir seguramente algunos
miles más de desempleados que no confían ya en los servicios
públicos de empleo para encontrar una ocupación regulada.
Las causas de estos
preocupantes datos no son difíciles de adivinar: por un lado, la
inveterada tradición nacional, tanto de empresarios como de
trabajadores, de burlar las cargas fiscales y sociales que implican
el trabajo regularizado, algo que por desgracia está demasiado
extendido incluso en épocas de bonanza económica; por otro, la
expulsión del mercado laboral legalizado de millones de trabajadores
a raíz de la crisis económica y de las facilidades concedidas a los
empresarios para despedir a precio de saldo.
Es seguramente esta
segunda causa la que ha hecho que se haya disparado el número de
trabajadores que, ante las nulas perspectivas de encontrar un empleo
legal, han optado por aceptar una ocupación en precario pero cuya
remuneración, por baja que sea, está exenta de cotizaciones
sociales y pago de impuestos. A nadie se le escapa que esta práctica
supone, sobre todo, un quebranto para las arcas de la Seguridad
Social y la hacienda pública, además de una competencia desleal
para los empresarios que hacen frente a sus obligaciones y
una presión a la baja de los salarios de la economía legal.
Es una vieja máxima que
la economía sumergida – sobre todo en épocas de crisis tan
profunda como la actual – es una válvula de escape sin la cual la
conflictividad social podría llegar a alcanzar cotas de intensidad
incontrolable y de consecuencias imprevisibles: mejor dejarla estar
para evitarse más problemas que los que ya tenemos y, de paso,
permitir que los trabajadores y empresarios sumergidos puedan
seguir tirando hasta que vengan tiempos mejores.
El
problema es serio y el dilema para resolverlo también: permitir que
cada vez más trabajadores y empresarios se adentren en la economía
sumergida no hará sino agravar las tensiones de las cuentas
públicas, pero perseguirla y sancionarla puede dar lugar a
situaciones de mayor depauperación social que las que ya sufrimos en
España y, particularmente, en Canarias.
¿Que
hacer entonces? La solución no es fácil y, hasta ahora, las medidas
que se han adoptado para aflorar el empleo sumergido han arrojado un
balance bastante pobre: o a las autoridades laborales les faltan
medios y convicción para afrontar la situación o a los trabajadores
y empresarios sumergidos le
sobran artimañas para eludir la legalidad, o ambas cosas a la vez.
Lo
que parece evidente es que la mejor manera de luchar contra el empleo
sumergido no es poniendo el despido a precio de saldo y suprimiendo
derechos laborales, sino adoptando medidas que favorezcan el trabajo
digno y de calidad y aplicando la ley a los que opten –
trabajadores o empresarios – por la ilegalidad. En cuanto a la
primera condición, el camino emprendido es justamente el contrario,
con lo que nadie debería de extrañarse de que la economía
sumergida termine engullendo a buena parte de la economía productiva
de este país.
No hay comentarios:
Publicar un comentario