Nos alegramos cuando –
como hoy – baja la prima de riesgo, sube la bolsa y el interés del
bono a diez años se relaja. Los medios de comunicación dan carácter
urgente a estas noticias y todos respiramos aliviados porque –
ansiosos de encontrar algo supuestamente bueno entre tantos malos
augurios – suponemos que esas agradables nuevas nos permitirán
seguir respirando un poco más, aunque sea mediante respiración
asistida. Así, no caemos en la cuenta de que cuando eso ocurre –
como está ocurriendo hoy – a lo que estamos asistiendo en realidad
es a la inminencia del mismo rescate integral de nuestro país por
parte de las mismas instituciones – UE, FMI y BCE - que han
conducido a países como Grecia o Portugal a un abismo económico y
social sin fondo.
Cuando se publican sin
tanta trompetería las dramáticas cifras de la miseria y la
exclusión social en nuestro país parece como si nos encogiéramos
de hombros y pensáramos que nada se puede hacer, que es el destino y
la consecuencia inevitable de lo mal que va todo: una especie de
castigo divino sin rostro reconocible por haber vivido por encima
de nuestras posibilidades.
Así, da la sensación de
que no sentimos ni frío ni calor cuando leemos que los servicios
sociales de este país atienden ya a 8 millones de personas en
situación de pobreza de los más de 13 que hay en España, según
cifras oficiales. Y que lo hacen – además – a pesar de un
recorte del 65% en los recursos públicos de los que disponen para
realizar su imprescindible labor. Que España sea uno de los cuatro
países de la Unión Europea – después de Letonia, Rumanía y
Bulgaria - en donde más se ha incrementado la brecha entre ricos y
pobres desde el comienzo de la crisis, tampoco parece movernos al
menos a la reflexión sobre qué es lo que nos ha llevado a esta
situación.
Si acaso nos preguntamos
cómo es posible que con tantas personas en paro y tantas más
acudiendo todos los días a los comedores sociales para poder tomar
un plato de sopa o a las ONGs – que también pasan por innumerables
penalidades – para pedir alimentos, no se ha producido un estallido
social.
Dicen los expertos en
estos temas que si eso no ha ocurrido se debe a que en España
funciona todavía la solidaridad familiar y a la economía sumergida
con la que van trampeando su vida diaria miles de ciudadanos. La
cuestión es hasta dónde será posible estirar la manta del apoyo
familiar a jóvenes sin trabajo y sin estudios y a ancianos cada día
más empobrecidos y si la única manera de obtener algún tipo de
ingreso es sumergiéndose en empleos precarios y sin ningún tipo de
cobertura social o haciendo las maletas en busca de alternativas
fuera de nuestras fronteras.
El modelo de servicios
sociales de nuestro país – que, por otra parte, nunca ha sido
modélico – parece retroceder ahora a la época de la caridad y la
beneficencia en lugar de avanzar hacia la prevención, a través de
la actuación sobre las causas de la exclusión social y la miseria
que ya afecta incluso a las llamadas clases medias de nuestro país.
Detrás de las
caprichosas subidas y bajadas de la prima de riesgo y de la bolsa y
de las cumbres de alto nivel de las que se habla más de cómo
rescatar a los bancos que de cómo mejorar la vida de los ciudadanos,
hay una realidad de pobreza lacerante y creciente que debería de
llamarnos a todos a la reflexión y a la acción ante lo que está
pasando en un país cuyos gobernantes se muestran ciegos, sordos y
mudos frente la profunda brecha social que sus acciones u omisiones
están abriendo a sus pies.
Hoy, Día Internacional
por la Erradicación de la Pobreza y la Exclusión Social, es un día
tan bueno como cualquier otro para decidir si queremos o no que
vuelvan los tiempos en los que los ricos sentaban un pobre a su mesa
por Navidad para que comiera caliente una vez al año.
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