Nos alegramos cuando –
como hoy – baja la prima de riesgo, sube la bolsa y el interés del
bono a diez años se relaja. Los medios de comunicación dan carácter
urgente a estas noticias y todos respiramos aliviados porque –
ansiosos de encontrar algo supuestamente bueno entre tantos malos
augurios – suponemos que esas agradables nuevas nos permitirán
seguir respirando un poco más, aunque sea mediante respiración
asistida. Así, no caemos en la cuenta de que cuando eso ocurre –
como está ocurriendo hoy – a lo que estamos asistiendo en realidad
es a la inminencia del mismo rescate integral de nuestro país por
parte de las mismas instituciones – UE, FMI y BCE - que han
conducido a países como Grecia o Portugal a un abismo económico y
social sin fondo.
Cuando se publican sin
tanta trompetería las dramáticas cifras de la miseria y la
exclusión social en nuestro país parece como si nos encogiéramos
de hombros y pensáramos que nada se puede hacer, que es el destino y
la consecuencia inevitable de lo mal que va todo: una especie de
castigo divino sin rostro reconocible por haber vivido por encima
de nuestras posibilidades.

Si acaso nos preguntamos
cómo es posible que con tantas personas en paro y tantas más
acudiendo todos los días a los comedores sociales para poder tomar
un plato de sopa o a las ONGs – que también pasan por innumerables
penalidades – para pedir alimentos, no se ha producido un estallido
social.
Dicen los expertos en
estos temas que si eso no ha ocurrido se debe a que en España
funciona todavía la solidaridad familiar y a la economía sumergida
con la que van trampeando su vida diaria miles de ciudadanos. La
cuestión es hasta dónde será posible estirar la manta del apoyo
familiar a jóvenes sin trabajo y sin estudios y a ancianos cada día
más empobrecidos y si la única manera de obtener algún tipo de
ingreso es sumergiéndose en empleos precarios y sin ningún tipo de
cobertura social o haciendo las maletas en busca de alternativas
fuera de nuestras fronteras.
El modelo de servicios
sociales de nuestro país – que, por otra parte, nunca ha sido
modélico – parece retroceder ahora a la época de la caridad y la
beneficencia en lugar de avanzar hacia la prevención, a través de
la actuación sobre las causas de la exclusión social y la miseria
que ya afecta incluso a las llamadas clases medias de nuestro país.
Detrás de las
caprichosas subidas y bajadas de la prima de riesgo y de la bolsa y
de las cumbres de alto nivel de las que se habla más de cómo
rescatar a los bancos que de cómo mejorar la vida de los ciudadanos,
hay una realidad de pobreza lacerante y creciente que debería de
llamarnos a todos a la reflexión y a la acción ante lo que está
pasando en un país cuyos gobernantes se muestran ciegos, sordos y
mudos frente la profunda brecha social que sus acciones u omisiones
están abriendo a sus pies.
Hoy, Día Internacional
por la Erradicación de la Pobreza y la Exclusión Social, es un día
tan bueno como cualquier otro para decidir si queremos o no que
vuelvan los tiempos en los que los ricos sentaban un pobre a su mesa
por Navidad para que comiera caliente una vez al año.
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