Abandonaron sus lejanos
países subsaharianos huyendo de la guerra, el hambre y la miseria y
recorrieron a pie miles de kilómetros con la vista siempre puesta en
el Norte, en donde habían escuchado que habitaba la abundancia y la
felicidad. Había entre ellos mujeres, incluso embarazadas, niños y
adultos. Puede que muchos quedaran por el camino incapaces de superar
la falta de comida y agua, las enfermedades o el calor intenso por
el día y las gélidas temperaturas nocturnas.
Los que aguantaron en pie
continuaron adelante haciendo miles de sacrificios hasta que, por
fin, alcanzaron las costas que les ponían a un tiro de piedra de lo
que esperaban fuera un mundo mejor que el que habían dejado atrás.
La mayoría no se conocía entre sí, aunque la camaradería y la
solidaridad fue surgiendo entre ellos después de las largas y
calurosas jornadas de camino y de muchas noches bajo las estrellas y
el frío.
Otros se vieron por primera vez al llegar por fin a la costa, en donde establecieron contactos con unos hombres que se mostraron encantados de poderles ayudar a cubrir el corto trayecto que les separaba de sus sueños. A cambio sólo tenían que entregarles los pequeños ahorros de toda una vida y, los que no tuvieran nada para pagar el viaje, comprometerse a hacerlo una vez hubiesen llegado a su destino y encontrado un trabajo.
Apalabrado el contrato
subieron todos los que pudieron a una desvencijada barca de
pescadores sin más pertrechos que unos bidones de agua y un poco de
comida porque – según les habían dicho – el viaje sería corto
y no entrañaba riesgo: en pocas horas pisarían la tierra prometida
y sus penurias habrían concluido.
Cuando ya tenían al
alcance de la vista los contornos de su sueño estalló la tragedia:
la frágil y sobrecargada embarcación se quedó a la deriva y el
oleaje no tardó en dejarla medio hundida. Algunos – los menos –
lograron sobrevivir aferrados a los carcomidos tablones de la patera,
mientras el océano ahogaba en sus profundidades el sueño de la
mayoría. Después llegaron unos hombres que sacaron del agua a los
escasos supervivientes y recogieron los pocos cadáveres que flotaban
ya cerca de la patera.
A los que consiguieron
salvar la vida les aguarda ahora la deportación a sus lugares de
origen después de haber pisado por unos días la tierra de sus
sueños. Mientras, los que se dejaron la vida en el intento nunca
sabrán que en el primer mundo en el que aspiraban a hacer realidad
sus deseos de una vida mejor ya no se les quiere ni como mano de obra
esclava y, si se ponen enfermos, nadie les atenderá si no pagan por
adelantado.
Los que hubiesen
conseguido burlar por un tiempo a la policía habrían malvivido
escondidos tal vez en un piso
patera o durmiendo en algún banco o bajo un puente hasta
que la autoridad les echase el guante. La gran mayoría habría sido
repatriada a sus países de origen para cuyo desarrollo cada vez
llega menos ayuda del rico mundo del norte en el que los gobiernos
sólo piensan en salvar a los bancos y cumplir el objetivo de déficit
a mayor gloria de los mercados. Su martirio ha sido en vano, aunque
no evitará que otros lo sigan intentando - el hambre, la miseria y la desesperación no entienden de PIB ni de déficit - y perdiendo la vida en el
intento, desconocedores también de que lo que jamás fue un paraíso
para ellos hoy lo es menos que nunca.
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